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La fórmula de la FELICIDAD



Ya hace un año que dediqué una de mis reflexiones a hablar de la felicidad. Evidentemente no hay fórmulas mágicas para alcanzar la felicidad pero sí hay pautas que podemos seguir para alcanzar una vida más plena.

En aquel momento me detuve en dos aspectos importantes a tener en cuenta si queremos ser más felices.

El primero: nuestra relación con los demás. Somos seres hechos para el encuentro, nos hacemos realmente personas cuando nos comunicamos con los demás. Por eso nos hace tanto daño el individualismo reinante en nuestros días.

Por otro lado, hice referencia a la necesidad de dar sentido a nuestra existencia. Cuando logramos encontrar un porqué a nuestras vidas queda resuelto el “cómo”. Para quienes tenemos fe, es mucho más sencillo encontrarlo, porque, como ya dije “Hay ocasiones en las que nada parece tener sentido, pero existe Alguien que siempre dará sentido a nuestras vidas, porque es eterno e infinito. Aunque todo falle Él no nos fallará”.

Hoy deseo retomar el tema de la felicidad, al fin y al cabo hemos nacido para ser felices, vivir en paz y llenos de profunda alegría.

Sin embargo estamos dejando que la vida se nos escurra como si fuera agua entre nuestros dedos. Hoy deseo hacer una invitación a salir de la mediocridad, a no contentarnos con “ir tirando”. A esforzarnos por disfrutar de cada instante, a gozar los momentos, a exprimirlos, a involucrarnos de lleno en cada cosa que sucede a nuestro alrededor. A aspirar a tener una historia apasionante, a ser nuevos cada día y no dejar que la rutina nos apague.

En esto, los niños, desde luego, son los mejores maestros. Ellos son quienes mejor pueden enseñarnos a mirar el mundo con ojos nuevos, con el entusiasmo y la capacidad de admiración de quien ve, experimenta, vive por primera vez todo. Agacharnos a su altura y mirar de nuevo las cosas como ellos las ven nos ayudará a saborear la vida con mayor intensidad. Por algo nos dijo Jesucristo que de los que viven y se entusiasman como niños es el Reino de los Cielos. Gracias a este ejercicio de volvernos como niños podremos redescubrir el gozo de las cosas pequeñas y eso hará nuestra vida más completa.

En el Talmud (Libro Sagrado para nuestros hermanos Judíos) podemos leer: “Todos tendremos que rendir cuenta de los placeres legítimos que hayamos dejado de disfrutar”. Y es que Dios nos ha creado para ser felices y disfrutar de cada cosa que nos regala día a día.

Algunos dirán que en sus vidas las cosas no marchan bien, pero ser felices es más una actitud mental que el conjunto de circunstancias que nos rodean. Disfrutar es una elección, no una casualidad.

Las adversidades llegarán, los problemas son reales, existen y no podemos darles la espalda, pero lo que sí podemos es elegir enfrentarnos a la adversidad con la convicción de que supone una ocasión para madurar y para mejorar.

Asumir la adversidad como un impulso para crecer implicará una aceptación sabia y humilde del problema y, para eso, previamente necesitamos hacer silencio. En este mundo que vivimos nos falta tiempo para el meditar sobre lo que estamos viviendo y para ver si caminamos hacia donde queremos llegar o nos dirigimos hacia otro sitio. Nos hace falta tiempo de reflexión para poner nombre a nuestro problema y para hacer brotar de nuestro interior la fortaleza necesaria para afrontarlo. En realidad, somos mucho más fuertes de lo que pensamos o queremos ser, ya que hay ocasiones en las que nos balanceamos adormecidos en la “autocompasión” en vez de afrontar el problema.

Necesitamos hacer silencio y escuchar a Dios. Abandonarnos en Él, tener la confianza puesta en Él para aprender a relativizar las cosas y a responsabilizarnos seriamente de nuestra felicidad y de la felicidad de los demás.

A este empeño de ser felices, desde luego, nos ayudará vivir en una actitud positiva, aprender a ver el vaso medio lleno en vez de lamentarse de que ya está medio vacío. Esto hará que saquemos de la vida lo mejor y nos hará más fuertes en los momentos difíciles. No malgastemos nuestra energía en rencores, en resentimientos, en quejas o en comentarios negativos.

Mi vida me pertenece y yo puedo elegir en este momento si la vivo con una actitud negativa o positiva.





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El sentido de lo esencial


Recuerdo con claridad la anécdota que nos contaba un chico, Pablo, que había pasado un año de misiones en Perú. Nos dijo que tuvo una sensación muy extraña cuando volvió a pasear por primera vez tras su vuelta por las calles de su ciudad, Burgos. “Me paré, miré a todos los que pasaban a mi alrededor – dijo - y yo me preguntaba: ¿Por qué corréis?” Él se había adaptado tanto a un ritmo y un estilo de vida tan diferente al nuestro que tras un año fuera pudo ver con claridad lo que nosotros hemos dejado de ver: vivimos inmersos en una carrera constante.

Si nos parásemos por unos instantes a observar el ritmo que llevamos seguramente nos quedaríamos pasmados.

¿Cuántas veces a lo largo del día nos decimos “Tengo que hacer esto, tengo que hacer lo otro”? Personalmente, reconozco que me paso el día recordándome: “Tengo que…” “Tengo que…”

La experiencia de Pablo trajo a mi memoria lo que Jesús le contestó a Marta un día que fue a visitarle a ella y a su hermana María:

«Marta, Marta, andas inquieta y nerviosa con tantas cosas; solo una es necesaria. María ha escogido la mejor parte, y no se la quitarán».

Jesús amaba la vida con plenitud y con la respuesta que le da a Marta nos descubre el sentido de lo esencial.

Se nos pasa la vida inmersos en una carrera loca de innumerables quehaceres y, tras la noche… ¡Vuelta a empezar!

Pero ¿cuándo disfrutamos de la esencia de la vida, de aquello que hace que todo adquiera sentido, aquello por lo que merece la pena vivir?

Si todo nuestro tiempo lo empleamos en actuar, no nos quedará tiempo para CONTEMPLAR.

Con la llegada de mi hija (Clara) a nuestra vida he vuelto a recordar una lección que ya aprendí con mi hijo (Iván): la importancia de dedicar tiempo a la contemplación. Un recién nacido requiere muchos cuidados y atenciones, también debemos atender la casa cuando el peque nos lo permite… ¡Se nos pasan los días, los niños crecen demasiado pronto sin haberlos sabido disfrutar!

Tenemos que aprender a frenar y pararnos a contemplar. Contemplar los pequeños gestos, las sonrisas, las miradas, las expresiones, los sentimientos, las necesidades de aquellos que viven a nuestro lado. Y saborearlos, no dejarlos pasar sin más, saborearlos para que, cuando uno llegue al final de su vida pueda afirmar que realmente HA VIVIDO.

Con el ritmo acelerado de vida que llevamos cada vez estamos descuidando más las relaciones personales. Y todos necesitamos ser atendidos con cariño y dedicación.

Cuando estamos escuchando a una persona debiéramos olvidarnos de lo que tenemos pendiente para más tarde, porque nada hay más importante que ese instante que ya no volverá a pasar.

Por supuesto, estas prisas también nos han robado el tiempo que debiéramos dedicar a Dios.

Es imposible actuar por Dios y en su nombre si previamente no nos hemos dado tiempo para la oración y la contemplación.

Pasan y pasan los días, los meses, los años… y de pronto podemos llegar a darnos cuenta de que estamos desfondados, de que ya no podemos seguir tirando con nada. Y eso nos sucede porque nos hemos olvidado de llenarnos de Dios.

Tenemos que encontrar el equilibrio justo entre contemplación y acción. Y saber escoger la mejor parte porque sólo una cosa es necesaria: Dios, ¿lo demás? Él nos lo dará por añadidura.



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