Jerusalén


Al acercarse las fechas en las que vamos a celebrar la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús, vienen a mi memoria, con más intensidad, dos de los lugares que visité durante mi viaje a Tierra Santa: el Cenáculo y el Santo Sepulcro.
El Cenáculo está en la primera planta de un edificio que pertenece a los judíos y es el sitio en el que Jesús celebró con los apóstoles la Última Cena y el lugar donde éstos recibieron el Espíritu Santo unos días después.
Estuve allí en dos ocasiones. La primera vez estaba lleno de gente, aún así, sentí una fuerza que me empujaba a abstraerme de todo el barullo y centrarme en el privilegio que suponía poder estar en el sitio en el que Jesús ideó un modo excepcional de seguir con nosotros hasta el fin de los tiempos, gracias a eso podemos estar con Él cada vez que lo deseemos, acudiendo a la Eucaristía o visitando un Sagrario. También es el lugar en el que nos desveló la manera en la que podíamos alcanzar la auténtica felicidad: Amándonos los unos a los otros.
Cuando regresé allí por segunda vez no había nadie. Resultaba extraño ver aquella sala sin ningún adorno ni símbolo cristiano. Siendo como es uno de los lugares más importantes para nuestra fe, su austeridad sorprende. Pero Dios es así, sus mayores acciones las realiza desde la sencillez y la discreción. Sin hacer alarde de su poder.
Por unos instantes imaginé la escena en aquella noche de entrega, el momento en el que Cristo se levantó a lavar los pies a sus discípulos, el momento en el que partió el pan, el momento en el que les pidió que nos amáramos... Ante la rememoración de lo que sucedió en aquella cena sólo supe decir: ¡Gracias!
La visita al Santo Sepulcro fue aún más curiosa.
El Santo Sepulcro es una basílica completamente caótica, un edificio ha ido superponiéndose a otro sucesivamente a lo largo de varios siglos. Si entras desde la Vía Dolorosa, la primera sensación que recibes es la de estar dentro de un laberinto donde naves y pasillos se cruzan unos con otros y aparecen capillas y criptas sin ningún orden aparente. ¡Es un lugar fascinante!
Su propiedad está muy dividida, sólo una pequeña zona pertenece a los cristianos católicos, custodiada por los queridos hermanos franciscanos que cuidan con mimo cada uno de los Santos lugares de los que son custodios.
El resto pertenece a cristianos de otras confesiones: ortodoxos griegos mayoritariamente, pero también, armenios, coptos e incluso etíopes.
Llama la atención la falta de orden y de silencio entre los visitantes del lugar. Hay un bullicio molesto y continuo que puede llegar a producirte una gran indignación. Estás en el sitio clave del cristianismo, el lugar donde todo adquiere sentido, el sitio donde tuvo lugar la resurrección y no puedes entender que no se guarde un silencio respetuoso ante aquel lugar tan sagrado.
Pero luego, te das cuenta de que a Cristo, en su camino al calvario y una vez colgado en la cruz, no le acompañaría precisamente mucha gente en actitud de contemplación y de reverencia. Aquel ambiente de jaleo en la Basílica del Santo Sepulcro debía de ser lo más parecido a lo que rodeó a Jesús durante su pasión y muerte.
Cuando caes en la cuenta de esto empiezas a mirar todo con los ojos del corazón y a entender la extraña forma que tiene Dios de manifestarse. Sólo con fe puedes admirar aquel sitio en toda su plenitud.
Subir a la planta en la que está el calvario es sobrecogedor. Tocar la piedra y pensar que fue allí donde Jesús se dio por completo te abruma, pero te llena el alma.
También tuve la suerte de poder permanecer un buen rato frente a la pequeña edificación que cubre el Sepulcro dentro de la Basílica y pude abstraerme de todo el movimiento que había por allí, desde mi lugar de observación privilegiado pensé que quizá fue allí donde las mujeres descubrieron el domingo, muy de madrugada, que algo excepcional había sucedido al ver corrida la piedra que cubría el sepulcro. En realidad nadie fue testigo directo del momento culminante de nuestra redención, pero el acontecimiento que dio sentido a nuestra fe en un Dios que nos salva sucedió allí.
Poder visitar aquel lugar y tener un rato de serena contemplación ante el Misterio, es algo que transforma por completo tu manera de vivir la Semana Santa, la Pascua de Resurrección y, por supuesto, toda tu fe.




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