"Calidad de Vida"


Se nos habla con frecuencia de la “calidad de vida”. El caso es que aún no tengo nada claro cuáles son los parámetros que determinan si una vida es de calidad. A la hora de dar un sentido a este término el relativismo a campado a sus anchas y cada persona decide lo que significa tener “calidad de vida”… o no, en realidad, creo que ni siquiera nos paramos a reflexionar sobre el alcance que damos a este concepto. Instalados en la comodidad de que me lo den todo hecho y de no tener que pensar por mí mismo, dejamos que nos inunden día a día con un lenguaje en el que preferimos no profundizar.


La Organización Mundial de la salud ha definido “calidad de vida” como "la percepción que un individuo tiene de su lugar en la existencia, en el contexto de la cultura y del sistema de valores en los que vive y en relación con sus expectativas, sus normas, sus inquietudes. Se trata de un concepto muy amplio que está influido de modo complejo por la salud física del sujeto, su estado psicológico, su nivel de independencia, sus relaciones sociales, así como su relación con los elementos esenciales de su entorno". Definición demasiado extensa que habría que analizar con calma porque implica cosas terribles ya que tanto la eutanasia como el suicidio asistido están siendo justificados por la supuesta pérdida de esta calidad de vida.


Hoy deseo compartir dos testimonios de personas que sufrido una grave enfermedad durante varios años antes de su muerte.


El primero es un extracto de una carta que escribió en 1995 Olga Bejano, una chica a la que a los 23 años comenzó a afectarle una rara enfermedad degenerativa que le fue paralizando todos los músculos hasta que falleció a finales de 2008, tenía ya 45 años.


“Soy una chica a la que la enfermedad le ha truncado la vida y quizá por eso la palabra vida me merece un gran respeto.


Hasta los veintitrés años pude realizar una vida normal: Pero en mayo de 1987 mi glotis se paralizó y tuve una parada cardiaca por asfixia; estuve por unos minutos clínicamente muerta, quedándome luego en coma. En ese momento, más de uno no apostaba por mí; pero yo, por llevar la contraria, salí del coma y seguí viva. Desde entonces vivo sin poder hablar ni comer.

Mi vida es, desde hace ocho largos años, malestar físico, obstáculos, limitaciones, problemas hospitalarios, familiares, burocráticos... En una palabra: sufrimiento. Pero este sufrimiento si uno llega, como yo, a entenderlo, es una lección constante que ayuda a madurar y a superarse.


Soy católica, siempre he creído en Dios, en la existencia del alma y en que cuando uno muere no termina ahí su vida, sino que sigue en otro lugar.


Todos tenemos un día marcado para nacer y otro para morir, y yo no soy quién para alterar el destino y mucho menos los planes de Dios.


Vivimos en una sociedad en la que priman el placer y lo material. Todos queremos gozar y ninguno sufrir; pero el sufrimiento y la muerte vienen incluidos en la vida, forman parte de ella. Soy partidaria de luchar, no de «huir». La eutanasia es una forma de huida y, por tanto, no deja de ser una cobardía. A mí no me parieron cobarde; por eso lucharé hasta el final. Respeto y entiendo a los que se dan por vencidos y no creen en nada; pero yo, cuando llegue al «otro lado», quiero tener la sensación de llevar mis deberes cumplidos. Si me practicasen la eutanasia, creo que, al llegar allí, tendría la sensación de no haber sabido llegar hasta el final, como si dejase en este mundo alguna asignatura pendiente. Para mí todo lo que te quita la paz interior no es bueno, y los médicos que han realizado eutanasias creen que hacen bien, pero confiesan sentirse mal. Todo anciano, minusválido o enfermo terminal tiene derecho a una atención digna, centros adecuados, ayudas familiares y económicas y grandes dosis de «cariñoterapia»; pero todo esto equivale a trabajo y a dinero, y es más fácil, cómodo y barato legalizar la eutanasia e, igual que hicieron los nazis, disfrazándola de ayuda y compasión, quitar a todos de en medio.


La mentalidad de que sólo lo biológicamente bueno vale la pena impide conocer grandes realidades humanas: Beethoven compuso sus maravillosos cuartetos hasta el último momento; Mozart siguió componiendo en el lecho de muerte su magnífico Requiem; Tiziano pintaba con casi noventa años, cuando apenas podía sujetar los pinceles. Los defensores de la eutanasia olvidan que cada vida es única e irrepetible y que cualquier vida tiene todo el valor posible. Si hubiese una vida sin importancia, ninguna sería importante”.


El segundo testimonio es de una enferma que murió habiendo estado más de cincuenta y cinco años paralizada en una silla de ruedas.


“Nosotros los enfermos, que tenemos fe en Jesucristo, sabemos que somos hijos predilectos de Dios por parecernos a Cristo en el sufrimiento. El Señor nos reveló en un acto supremo de amor la gran fecundidad del dolor. Para nosotros la enfermedad es la ofrenda diaria de nuestra vida, el don de nosotros mismos. Nos impulsa saber que al final tendremos el encuentro con Dios que nos acogerá con todo su amor”.


Precisamente son ellos, los enfermos, quienes mejor pueden enseñarnos el auténtico significado de “calidad de vida” y cómo nuestras vidas, desde el inicio hasta la muerte natural, tienen mucho que aportar al mundo.


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