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Y… al fin llegó ella

Muchas veces pensamos que el hecho de que nos sucedan cosas a las que calificamos de buenas o malas depende de nuestra mejor o peor suerte.

En realidad, considero que somos nosotros mismos quienes podemos influir en nuestra buena o mala suerte en función de la actitud que tomemos ante las distintas circunstancias de la vida.


Es propio y natural en el ser humano sentir inquietud e, incluso, miedo ante un futuro que nos esforzamos minuciosamente en planificar pero que, en último término, no podemos dominar.


Sin embargo, debemos tener en cuenta que la actitud que adoptamos ante la vida va a condicionar en gran medida lo que nos suceda.


Para tener lo que llamamos “buena suerte en la vida” alguien aconsejaba dos cosas: la primera, estar atento a las oportunidades que la vida nos va ofreciendo, y la segunda, valorar lo que nos sucede con optimismo.


Sin duda alguna, para aquellos que tenemos fe en un Dios misericordioso, es decir, un Dios que sufre con nuestro sufrimiento y que goza con nuestras alegrías, resulta mucho más fácil encontrar el lado positivo de las cosas porque les encontramos un sentido que va más allá de lo que podemos captar a simple vista.

Por eso, una persona creyente debería saber enfrentarse al dolor con mayor entereza. Un denominador común en todos nosotros es la vivencia de experiencias dolorosas. Nadie puede conseguir que no haya situaciones de sufrimiento a lo largo de su vida pero lo que sí podemos es decidir cómo enfrentarnos a él.


La aceptación del dolor, ya sea físico o psíquico, es diferente en cada persona, porque depende de una cuestión fisiológica, de la autodisciplina de cada uno y del sentido que demos a ese dolor.


Precisamente, el nacimiento de nuestra pequeña Clara ha supuesto para mí una experiencia profunda sobre cómo enfrentarse al dolor, físico en este caso, con optimismo y sobre cómo ver que todo dolor da sus frutos. En un parto, esos frutos son inmediatos, por eso es más fácil dar un sentido a ese dolor. Pero debemos ser conscientes de que ningún dolor es estéril porque todos los sufrimientos antes o después, dan muchos y buenos frutos.


El día 7 de octubre, de madrugada (¡nuevamente de madrugada! Tengo unos hijos muy tempraneros) “rompí aguas”, el mar en el que había estado flotando mi pequeña comenzaba a desaparecer.


Lo que sientes cuando eso sucede es muy contradictorio, por un lado tienes una gran ilusión porque al fin llega el momento en el que podrás abrazar a tu hija, por otro lado tienes una gran inquietud sobre cómo saldrán las cosas. Confías en que todo vaya bien pero… siempre hay algún hueco por el que se cuelan las dudas y los temores.


Sabía que hacía falta algo más que romper la bolsa del líquido amniótico para que el parto siguiera adelante, y ésas eran las tan “temidas” contracciones. Es curioso ver en las clases de preparación al parto a muchas madres que aún no han pasado por el momento del nacimiento de sus hijos, que afirman que prefieren que les practiquen una cesárea para no tener que enfrentarse a ese dolor del que tantas veces han oído hablar.


Nos hemos ido debilitando tanto que nos negamos a afrontar cualquier tipo de dolor, ni siquiera uno tan natural e inherente a la mujer como es el de dar a luz.


Cuando comenzaron las contracciones, las recibí con bastante ilusión ya que, con la bolsa rota y sin contracciones, la niña podía acabar sufriendo algún tipo de complicación.


A medida que aumentaban en intensidad, también aumentaba mi alegría porque sabía que cuanto más dolorosas fueran, más me acercaba al gran momento. Ese dolor tan profundo traía consigo el mejor de los frutos: una nueva vida. A primera hora de la tarde nació Clara.


(Desde aquí deseo agradecer su acompañamiento y atención a todo el equipo sanitario que me atendió. Especialmente a mi matrona, Rebeca)


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El Sacramento del Amor



Seguramente, todos hemos pasado o estamos pasando por la experiencia de estar alejados físicamente de alguien a quien amamos: padres, hijos, nietos, amigos, incluso algún amor.

Precisamente esa experiencia es la que un día hizo que me diera cuenta de la grandeza de la Eucaristía.

Si nos ponemos en el lugar de Cristo, en la última Cena, uno se maravilla ante la fascinante solución que ideó para que nunca estuviéramos separados de Él a pesar de su partida. Ni siquiera inventos tan extraordinarios para facilitar la comunicación entre personas que están distanciadas como son los teléfonos móviles o incluso, Internet, han podido superar a la institución de la Eucaristía.

¡Cuánto debe de amarnos Cristo para idear algo así!

Con dos alimentos básicos y cotidianos en la vida del pueblo, pan y vino, Él hizo el milagro de quedarse con nosotros, de una forma íntima y permanente, tan íntima que entra en nuestro interior como un alimento, y tan permanente que con ello Él estará con nosotros "Todos los días, hasta el fin del mundo".

Ésa es una de mis citas preferidas de los Evangelios. Saber que no quedamos desamparados ni en soledad tras la partida de Jesús hacia el Padre, reconforta y da sentido a nuestra vida cristiana.

Nuestra fe no es en un Dios muerto sino en un Dios vivo que, además, ha decidido quedarse a vivir dentro de nosotros.

Los cristianos debiéramos considerarnos privilegiados por disfrutar de la Eucaristía tantas veces como deseemos. Debería ser un sacramento presente de manera constante en nuestras vidas.

Recuerdo el momento de mi primera comunión, en un primer instante sufrí una gran decepción, creía que el pan consagrado debía saber de una manera diferente, ser más dulce, porque si se había convertido en el cuerpo de Cristo eso tenía que darle un sabor especial. Pero no era así, Dios actúa con formas más sutiles y profundas. Inmediatamente me di cuenta de ello porque comencé a llorar de emoción ante la presencia de Jesús dentro de mí.

Cada vez que me acerco al sacramento de la Eucaristía siento una calidez, una seguridad y protección que me invaden y dan fuerzas. Más aún ahora que sé que con cada comunión, Jesús, además, va a hacer una visita a la pequeña que llevo dentro. No en vano se dice que la Eucaristía es el alimento del alma.

El ser humano, desde siempre, se ha esforzado por acercarse lo máximo posible a la divinidad con todo tipo de ritos y cultos. En el caso de los cristianos, sabemos que ha sido el mismo Dios quien ha querido acercarse a nosotros y lo ha hecho de una forma tan íntima y extraordinaria que podemos hasta comerlo.

Por todo ello debemos agradecer a Dios su gran generosidad y amor. Cuando Jesús decidió entregarse no lo hizo de una sola vez en la Cruz. Él se sigue entregando cada vez que celebramos la Eucaristía, por eso, es el Sacramento del Amor. Un sacramento que debe llevarnos a amar todos los demás de la forma que Él nos pidió:: “Amaos unos a otros como yo os he amado” y se podría añadir, “Como yo os sigo amando”.

Él mismo se hace don, se nos entrega, una y otra vez. Sin tener en cuenta nuestros desprecios, ni rechazos, ni abandonos.

El Beato Manuel González, quien fuera obispo de Palencia, nos invitaba con insistencia a visitar el Sagrario y al Santísimo: “Ahí está Jesús, ahí está. ¡No dejadlo abandonado!” Él supo entender y sentir muy bien la presencia de Jesús en la Eucaristía.

Una presencia a la que deberíamos sentirnos fuertemente unidos. Sólo así seremos capaces de mantener encendida nuestra luz de cristianos, de hacer que nuestra sal no se vuelva sosa.


Escuchar audio: El sacramento del amor

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Al final del curso

Se acerca el final de un ciclo que dura, como cada año, nueve meses, y ése es el final del curso escolar.
Los alumnos están deseando terminar, que lleguen ya las ansiadas vacaciones de verano, al fin y al cabo, llevan soñando con ellas desde septiembre. Los profesores también estamos necesitando recobrar fuerzas, son muchas las horas dedicadas a la atención y cuidado de tantos chicos y chicas, cada uno con su propia historia personal, que sentimos que ha llegado el momento de poder desconectar un poco y atender otros asuntos.
Como cada año, no niego que también reciba con agrado la llegada de las vacaciones, pero soy consciente de que echaré de menos a mis chicos, porque son muchos los momentos que hemos compartido. Sobre todo a todos aquellos a los que ya no veré el próximo curso, a mis alumnos mayores que terminan un ciclo de su vida, a mis dos “Juanes” y a “Alba” y a todos aquellos que comenzarán a estudiar en ciclos superiores o en la universidad. Echaré de menos sus visitas, sus preguntas, sus desahogos…
Soy muy consciente de que todos y cada unos de los alumnos que he tenido han ido dejando una huella imborrable en mi vida y en mi corazón, porque ellos son la razón de mi trabajo como profesora de religión.
Y llegado este momento, no puedo evitar cuestionarme hasta qué punto he podido ser guía, apoyo y educadora de ellos.
Nuestra labor docente es fundamental en sus vidas, un traspiés puede llegar a hacerles mucho daño, o un acierto marcar un punto de inflexión positivo en su rumbo. Nuestra tarea requiere de una gran responsabilidad pero, sobre todo, de mucho amor. Sólo por amor podremos ser capaces de atender pacientemente sus “locuras” de adolescentes. Sólo con amor podremos dar el toque de humor imprescindible en todo proceso educativo. Sólo viendo en ellos el reflejo de Dios seguiremos adelante con mucha ilusión.
Cuando comienza el curso, uno ve en sus caritas y en sus miradas las ansias de conocer mejor su mundo y dar un sentido a su vida. Aunque no sean conscientes de ello, sé que ansían encontrar el camino a la felicidad.
El gran problema lo encontramos a la hora de escoger ese camino. Nuestros pobres chicos están siendo bombardeados con multitud de propaganda, en series de televisión, anuncios, revistas, canciones, Internet, que va en contra su felicidad, al contrario de lo que pueda parecer. ¿Qué mundo les estamos ofreciendo? ¿Qué estamos haciendo con sus vidas?
Ellos no son peores que las generaciones pasadas. Ellos tienen los mismos problemas, las mismas inquietudes, los mismos deseos de amar que tuvimos cualquiera de nosotros a su edad. Pero… ¿qué les estamos ofreciendo? ¿Estamos ayudándoles a encontrar la auténtica felicidad?
Encuentro un problema de base en toda esta búsqueda, y es la ausencia de valores. No considero que ellos sean los responsables de esa falta de valores que, por llamarlos tradicionales, muchos los ven como algo negativo. Los auténticos responsables somos los mayores.
Debemos mostrarles con claridad que el camino del esfuerzo lleva a la satisfacción por la superación conseguida.
Debemos hacerles entender que el respeto a todos los que les rodean es el eje básico y fundamental de toda relación. Y que la existencia de una autoridad que está por encima de ellos no es sinónimo de frustración ni limitación de sus libertades, si no de guía en el camino de su formación personal.
La libertad, valor que se ensalza por encima de todos ahora mismo, no existe si no tenemos una formación personal, vivencial y académica que nos enseñe a discernir, a saber elegir. Porque ahora, somos libres de escoger lo que queramos, ¡sí!, pero no de hacer que eso que escogemos sea bueno. El control de los impulsos, de los instintos, no suponen ninguna frustración, aunque muchos pensadores quieran convencernos de lo contrario. El autocontrol y la disciplina, nos concede una libertad interior que nadie podrá robarnos.
Y todo eso sólo se consigue con una buena formación en la que todos debemos estar implicados, alumnos, padres, profesores, periodistas, publicistas, políticos… en resumen: toda la sociedad.
Y sólo con esa buena formación, nuestros chicos y chicas, nuestro futuro más inmediato que son ellos, encontrarán la felicidad. Por que, ya nos lo dijo Jesucristo: “La verdad os hará libres”


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Un canto a la Vida


¡Bienvenida a la vida, mi pequeña Clara! Aún no has nacido y ya ilumina y llena mi mundo tu presencia.
Estoy muy feliz porque la Vida es formidable y tú ya estás disfrutando de ella, quiero que aprendas amarla y valorarla en toda su amplitud.
Cuando tú nazcas verás qué mundo tan maravilloso ha creado Dios para ti.
Llenarás todos tus sentidos disfrutando de los campos de Castilla en primavera, con mil gamas de verde que se mezclan en un equilibrio perfecto, más aún cuando el sol los ilumina y resalta todo el esplendor de las flores blancas, rojas, lilas de nuestra tierra. Rayos de sol que iluminarán tu mirada y la convertirán en un reflejo de Dios que podrá contemplar todo aquel que tenga el privilegio saber mirarte. Porque tú, mi pequeña, eres un Regalo de Dios.
Llenarás tus sentidos disfrutando de noches claras de luna llena, serenas y bellas. Del canto de golondrinas, alondras y gorriones formando la mejor de las sinfonías.
Llenarás tus sentidos disfrutando de la música, de tantas melodías que harán que tu alma se eleve hacia ese cielo que tanto te gustará contemplar, y de tantas pequeñas cosas fascinantes que te rodearán día a día a lo largo de tu vida: los colores, los olores, los sonidos.
Llenarás tus sentidos con el cariño de los que te rodearemos, de papá y de mamá, de tu hermano Iván que ya te cuida desde hace unos meses y se preocupa porque nadie te despierte si hablan en voz demasiado alta a tu lado, y que ya me ha asegurado que te enseñará cuentos y a pintar pero que también te reñirá cuando hagas las cosas mal. Y de muchísimas personas que ya están deseando conocerte y estar a tu lado.
Llenarás tus sentidos con tus avances, tus logros y progresos, disfrutarás aprendiendo y descubriendo la vida día a día.
Pero también, pequeñita, tendrás que experimentar la tormenta, la oscuridad, los temores, la soledad… no tengas miedo, chiquitina, los que ya te queremos te ayudaremos a superarlo y todo eso te hará más fuerte y hará de ti una persona hermosa.
Dios tiene pensado para ti un proyecto de vida, un plan que sólo tú podrás realizar porque Él ha sido quien ha querido que llegues a nuestro mundo ahora, tal y como eres. Aunque de momento nosotros sólo sepamos de ti que te gusta brincar y dar muchas vueltas dentro de mí. Pero Él ya te conoce y sabe de lo que eres capaz, por eso le pido que te enseñe a descubrir tus posibilidades, tus capacidades, tus maravillosos dones y así sigas fielmente la vocación que Él te ha dado, aquello para lo que has sido llamada a la vida.
Todos tenemos algo que cumplir y debemos ser dóciles al plan de Dios, sólo así descubrirás la auténtica felicidad.
Verás que es costoso en muchas ocasiones y que tendrás que renunciar muchas veces a aquello que más te gusta o te atrae. Pero ten la certeza de que Dios siempre te dará lo que más necesitas… aunque no te lo parezca en muchos momentos, con el tiempo irás descubriendo que Él siempre tiene motivos que nosotros no alcanzamos a entender por nuestras limitaciones. Lo importante es que mantengas tu confianza en Él.
Porque, aunque tropieces, siempre estará para cogerte de la mano y levantarte. No te asustes, mi pequeña, estamos aquí para ayudarte a comprender todo esto y estate segura de que tú también vas a enseñarnos a nosotros multitud de cosas.
Si teniendo tan sólo unos pocos centímetros ya lo estás haciendo conmigo, imagínate de lo que serás capaz a medida que vayas creciendo.
El que te ha creado y ha querido que vinieras justo en este instante, tal y como eres, nunca te abandonará y hará de ti una persona que muestre la grandeza de la vida a todos los demás. Porque cada vida es un tesoro único e irrepetible, y cada vida tiene mucho que aportar a nuestro complicado pero maravilloso mundo.

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No se han ido del todo

En mi última reflexión hacía referencia a que el amor es un sentimiento trascendente capaz de superar las fronteras de la muerte. Esa misma noche a mi abuela le daba un neurisma cerebral y cuatro días más tarde nos dejaba, también, en medio de la noche.
Es una sensación dolorosamente extraña observar el cuerpo una persona que ha estado presente en tu vida desde tus primeros recuerdos, inerme, sin el más leve movimiento, sin el más mínimo aliento tras varias horas de lucha, de despedida. Es sorprendente cómo nos hemos acostumbrado tanto a la vida que ya no la apreciamos ni valoramos en toda su grandeza… hasta que se va.
Un buen amigo a quien recientemente le falleció su madre decía que la grandeza de una persona no se mide por su tamaño sino por el vacío que deja cuando se va. No le falta razón.
Mi abuela era una mujer de gran envergadura, pero el vacío que deja al marcharse es mucho mayor. ¡Cómo cuesta despedirse de un ser amado y afrontar el inmenso vacío que deja tras su marcha! Tantos recuerdos, tantos momentos importantes en tu vida, tantas experiencias, tantos gestos de cariño y de preocupación, tantas enseñanzas…
En momentos así, humanamente sólo cabe una desesperación apenas contenida gracias a tantas muestras de cariño y de apoyo por parte de todos aquellos que te aprecian y desean ser un consuelo en medio del desconsuelo. Indudablemente, el acompañamiento de tantos amigos y familiares que, con su presencia, te transmiten su afecto, ayuda y reconforta enormemente.
Pero no es suficiente, porque el vacío que deja la muerte de alguien al que siempre has querido y que siempre ha estado ahí es tan inmenso que no caben soluciones humanas.
Ante la muerte, ante la despedida de un ser querido sólo una cosa hace que sigamos respirando sin que nos duela a cada rato y ésa es la Fe.
Fe en que esto no es el final, porque volveremos a verlos, a disfrutar con ellos, y esa vez será sin las limitaciones que nuestra vida aquí nos impone… o dejamos que nos imponga.
Fe en que todo queda arreglado, ya no existen los malentendidos porque desde el mismo instante en que ellos terminan su vida en el mundo que conocemos, ya pueden entender como nunca nuestro interior, nuestras angustias y luchas, nuestras limitaciones y grandezas, y todo eso, podremos compartirlo algún día con ellos nuevamente. Porque una de las cosas que más desesperan ante la muerte de un ser querido es pensar que hay ciertos puntos que no han quedado aclarados, que no hemos podido demostrarlos cuánto nos importaban o cuánto los necesitamos, pero la fe nos da la confianza en que todo se resolverá cuando volvamos a encontrarnos, juntos ante la presencia de Dios. Esa seguridad da una serenidad y una paz imprescindible para afrontar el dolor de la despedida.
Fe en que ellos, los que se han ido, están en un lugar mejor, sin duda, disfrutando una felicidad plena gracias a la contemplación maravillosa de Aquel que los ha creado y amado con locura.
Fe, también, en que, tras su partida, podemos mantener con ellos una unión que supera las fronteras entre muerte y vida, porque sentimos su presencia y su acompañamiento desde otra dimensión más auténtica, más profunda, más espiritual. Porque no se han ido del todo, si aún pensamos en ellos y los mantenemos en nuestro corazón.
Siento que debe ser terrible afrontar esta experiencia tan inevitable como dolorosa sin fe, sin la esperanza de que volveremos a encontrarnos, sin la serenidad que da el saber que aquellos que se han ido han cumplido ya su misión y ahora están disfrutando de la resurrección que Cristo nos prometió.
Gracias a esta fe, uno es capaz de “dar la vuelta a la tortilla” y pensar, no en aquello que ahora nos falta sino en todo lo que pudimos tener mientras estas personas vivieron a nuestro lado. Gracias a esta fe nos sentimos privilegiados por haber compartido nuestra vida con esas personas, haber podido aprender tanto de ellas y haber recibido tanto amor por su parte.
Gracias a esta fe, uno puede mirar el cuerpo inerme de la persona a la que quiere, con lágrimas en los ojos pero una sonrisa serena en el alma que se llena de luz ante la presencia de alguien que ya alcanzó “el paraíso”.



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De la existencia de Dios


Es muy frecuente que mis alumnos me pregunten: “¿Qué pruebas tienes de que Dios exista?”
Reconozco que, por unos instantes, me siento ante un abismo porque no sé muy bien cómo responder de una manera sencilla y clara para ellos.
Pienso que de poco o nada serviría hablarles de las Vías de Santo Tomás de Aquino o cualquier otro tipo de justificación teológica.
Ciertamente no está demostrado científicamente que Dios exista, pero tampoco está demostrado que no exista.
Con la creencia o no en la existencia de Dios sucede lo mismo que con todos los sentimientos, ni el amor, ni la amistad, ni la alegría, ni la tristeza… pueden ser comprobados ni medidos con ningún método científico. Y, sin embargo, están ahí, existen.
Es aquí donde entra en juego la fe. La fe es un sentimiento basado en la confianza, confianza en que algo que no vemos existe y es real. Y, como todo sentimiento, no podemos obligarnos a que surja dentro de nosotros. Por eso consideramos que la fe es un don, un regalo de Dios. Pero sí podemos buscar la fe, buscar respuestas a las preguntas por el sentido de nuestras vidas y por el origen y destino final de las mismas. Jesús nos alentó a buscar sin descanso esa fe que nos llevaría a la plenitud en nuestras vidas: “Pedid y recibiréis, buscad y encontraréis, llamad y os abrirán” nos dijo.
Pero lo que realmente hace reflexionar más a mis alumnos es hablarles de experiencias concretas y personales. Así que aprovecho a enumerarles algunos de los muchísimos momentos en los que siento que Dios se ha hecho presente en mi vida.
Sin lugar a dudas, la experiencia con la que siento de manera más radical el sentido de trascendencia de Dios es con el amor.
No en vano, Juan nos dio una de las mejores definiciones de Dios: “Dios es Amor”.
Al poco tiempo de nacer nuestro hijo mayor, Iván, descubrí con bastante claridad la trascendencia del amor. Durante larguísimos minutos me quedaba extasiada mirando sus leves gestos de recién nacido, parpadeos, bostezos, muecas con los labios, los movimientos de sus deditos… sabía que debía empaparme de todo aquello porque esa contemplación tendría un tiempo limitado. Aún hoy, a sus casi tres añitos, sigo quedándome anonadada admirando sus ocurrencias, sus gestos, y todos sus avances. La verdad es que tengo un hijo al que no puedo dejar de besar.
Esa contemplación de mi pequeño me llevó a una reflexión muy clara: amaba con total intensidad y entrega a esa criatura que Dios había puesto en nuestro hogar, pero sabía que no es de mi propiedad ni que duraría para siempre la etapa en la que habría que cuidarlo a cada segundo. Sabía que algún día nos tendríamos que separar, sé que algún día diremos adiós a esta vida que conocemos.
Entendí que no era posible que aquel amor tan intenso pudiera acabar nunca, ni siquiera con la mayor de las separaciones, que es la muerte. No podía creer que aquel sentimiento pudiera llegar a tener un punto final, porque entonces, dejaría de ser tan perfecto como yo sabía que es.
De ahí a creer en Dios como ser eterno e infinito sólo hay un paso. Si yo era capaz de sentir algo así… ¿¡cómo sería Aquel que me había creado!? Comprendí de una forma muy clara el sentido de trascendencia de un ser que ha existido y que existirá siempre, de un ser que ha querido que cada uno de nosotros estemos en este mundo, de un ser que nos ama por encima de todo y que garantiza que sentimientos tan puros y tan intensos como el amor que siento por nuestro hijo, duren para siempre, en esta vida y en la que vendrá después gracias a la Salvación que Dios obró en nosotros con la muerte y resurrección de Jesús.
Todo aquel que viva la paternidad, la maternidad, tendrá el privilegio de acercarse a la Trascendencia de un modo muy especial.
La entrega y el amor a nuestro pequeño Iván no puede pasar, ni acabarse, me niego a creer que tras nuestra muerte no queda nada, porque… ¿A dónde irían los miles de besos y caricias que damos a nuestro hijo ni las carcajadas con las que tanto disfrutamos? ¿A dónde irían todos los esfuerzos, entregas y sacrificios que hemos hecho en nuestra vida por amor a los demás? ¿A dónde irían las ilusiones, los sueños, las alegrías y las tristezas que van formando nuestra historia personal? Me niego rotundamente a creer que todo eso tendrá un punto final. Que no tendrá una repercusión más allá de esta vida.
Y es que, el ser humano siempre ha tenido ansias de infinito, seguramente porque hemos sentido que no podía terminarse nunca tanto Amor como hemos vivido y seguimos viviendo.

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La grandeza de hablar con Dios


Cada nuevo curso, cambian las clases y cambian muchos de mis alumnos, pero lo que no cambia es la curiosidad de mis chicos sobre cómo me comunico yo con Dios. "¿Tú le has oído alguna vez?, ¿Es que a ti te habla? ¿Cómo puedes saber qué te dice?" me preguntan.
Lo cierto es que a su edad, la oración era para mí una de mis grandes "asignaturas pendientes".
Desde bien pequeña recuerdo que me inculcaban la importancia de la oración en la familia, en el colegio y en el grupo de niños al que pertenecía (la RIE, cuyo carisma principal es el acompañamiento de Jesús en el sagrario).
Sin embargo, yo no acababa de sentir en mi interior el valor de la oración, porque yo hablaba, sí, pero a mí nadie me respondía. Y esa sensación de soledad fue haciendo de mi oración una obligación sin ningún tipo de aliciente, finalmente, una carga pesada.
Pero dicen que la gracia de Dios es terca, y si encuentra una puerta cerrada busca una ventana.
Él acabó encontrando "esa ventana".
Estaba en mi segundo curso de la carrera de Derecho cuando me invitaron a realizar unos ejercicios espirituales que durarían cinco días.
Reconozco que fue una experiencia dura. De los cinco días, creo que cuatro y medio los pasé entre lágrimas. Y, es que, hacer silencio para encontrarse con uno mismo es doloroso porque te topas de golpe con tus pequeñeces, con tus limitaciones y miserias. Para colmo, era incapaz de sentir la presencia de Dios de una forma especial durante mis ratos de oración de aquellos días y eso hacía que me sintiera aún peor.
Providencialmente, cayó en mis manos un texto en el que se relataba la experiencia de Sta. Teresa de Jesús con la oración. Explicaba que ella vivió nada menos que ¡Quince años de sequía espiritual!, quince años rezando todos los días durante tantas horas... ¿¡Sin sentir nada!? Y sin embargo, llegó a ser una de nuestras grandes místicas, llegó a una unión tan íntima con Dios que se elevaba durante su encuentro con el amado.
Saber aquello me tranquilizó. Si Sta. Teresa pasó por esa sequía ¿cómo podía yo aspirar a sentir a Dios en mi oración íntimamente sin haberme esforzado a penas nada?
El quinto día de los Ejercicios descubrí que la comunicación con Dios es un don, un regalo. Y Dios quiso hacerme partícipe de él, a pesar de no tener méritos.
Fue una canción, en una de las últimas reflexiones que nos dieron, la que hizo que saltaran los cerrojos de mi ventana y ésta se abriera de golpe. En ella Cristo nos decía: "Nadie te ama como yo. Mira la cruz, fue por ti, fue porque te amo".
Sentí que si Dios me había creado tal y como era, y que me amaba a pesar de mis miserias, ¿quién era yo para rechazarme a mí misma? No valorarme como persona suponía una ofensa a Dios, que me quiere tal y como soy. A su vez, eso mismo me comprometía a mejorar, pero con la serenidad de hacerlo bajo el amparo del Ser que mejor me conoce y más me ama.
Parece increíble ver cómo las tinieblas desaparecen de forma tan fulminante.
Dios actúa así, unas veces con la suavidad de la brisa, otras con la fuerza del huracán.
Desde aquel momento, leer las Sagradas Escrituras en mis ratos de oración se convirtió en uno de los momentos más iluminadores de mis días. Quedarme serenamente contemplando la presencia del Señor en el Sagrario, un encuentro personal que me llena de paz y seguridad.
Enseñar a rezar es una tarea muy complicada, la oración es una búsqueda y un encuentro. Lo que sientes no puede aprenderse de otros, aunque puedan ayudarte. Cada uno debe vivir su propia experiencia para entender lo que supone.
A mis alumnos les digo que puedo intentar describirles con grandes palabras cómo siento que mi alma se llena cuando "escucho" a Dios (es semejante a lo que se siente al contemplar una obra hermosa o una música que nos eleva), pero que nunca llegarán a entenderlo hasta que tengan su propia experiencia personal. Lo mismo sucede con el amor, hasta que uno no se enamora no llega a comprender el verdadero alcance de los miles y miles de palabras que se han escrito sobre el amor.
Y es que, el encuentro con Dios, es un encuentro con el Amor.

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Jerusalén


Al acercarse las fechas en las que vamos a celebrar la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús, vienen a mi memoria, con más intensidad, dos de los lugares que visité durante mi viaje a Tierra Santa: el Cenáculo y el Santo Sepulcro.
El Cenáculo está en la primera planta de un edificio que pertenece a los judíos y es el sitio en el que Jesús celebró con los apóstoles la Última Cena y el lugar donde éstos recibieron el Espíritu Santo unos días después.
Estuve allí en dos ocasiones. La primera vez estaba lleno de gente, aún así, sentí una fuerza que me empujaba a abstraerme de todo el barullo y centrarme en el privilegio que suponía poder estar en el sitio en el que Jesús ideó un modo excepcional de seguir con nosotros hasta el fin de los tiempos, gracias a eso podemos estar con Él cada vez que lo deseemos, acudiendo a la Eucaristía o visitando un Sagrario. También es el lugar en el que nos desveló la manera en la que podíamos alcanzar la auténtica felicidad: Amándonos los unos a los otros.
Cuando regresé allí por segunda vez no había nadie. Resultaba extraño ver aquella sala sin ningún adorno ni símbolo cristiano. Siendo como es uno de los lugares más importantes para nuestra fe, su austeridad sorprende. Pero Dios es así, sus mayores acciones las realiza desde la sencillez y la discreción. Sin hacer alarde de su poder.
Por unos instantes imaginé la escena en aquella noche de entrega, el momento en el que Cristo se levantó a lavar los pies a sus discípulos, el momento en el que partió el pan, el momento en el que les pidió que nos amáramos... Ante la rememoración de lo que sucedió en aquella cena sólo supe decir: ¡Gracias!
La visita al Santo Sepulcro fue aún más curiosa.
El Santo Sepulcro es una basílica completamente caótica, un edificio ha ido superponiéndose a otro sucesivamente a lo largo de varios siglos. Si entras desde la Vía Dolorosa, la primera sensación que recibes es la de estar dentro de un laberinto donde naves y pasillos se cruzan unos con otros y aparecen capillas y criptas sin ningún orden aparente. ¡Es un lugar fascinante!
Su propiedad está muy dividida, sólo una pequeña zona pertenece a los cristianos católicos, custodiada por los queridos hermanos franciscanos que cuidan con mimo cada uno de los Santos lugares de los que son custodios.
El resto pertenece a cristianos de otras confesiones: ortodoxos griegos mayoritariamente, pero también, armenios, coptos e incluso etíopes.
Llama la atención la falta de orden y de silencio entre los visitantes del lugar. Hay un bullicio molesto y continuo que puede llegar a producirte una gran indignación. Estás en el sitio clave del cristianismo, el lugar donde todo adquiere sentido, el sitio donde tuvo lugar la resurrección y no puedes entender que no se guarde un silencio respetuoso ante aquel lugar tan sagrado.
Pero luego, te das cuenta de que a Cristo, en su camino al calvario y una vez colgado en la cruz, no le acompañaría precisamente mucha gente en actitud de contemplación y de reverencia. Aquel ambiente de jaleo en la Basílica del Santo Sepulcro debía de ser lo más parecido a lo que rodeó a Jesús durante su pasión y muerte.
Cuando caes en la cuenta de esto empiezas a mirar todo con los ojos del corazón y a entender la extraña forma que tiene Dios de manifestarse. Sólo con fe puedes admirar aquel sitio en toda su plenitud.
Subir a la planta en la que está el calvario es sobrecogedor. Tocar la piedra y pensar que fue allí donde Jesús se dio por completo te abruma, pero te llena el alma.
También tuve la suerte de poder permanecer un buen rato frente a la pequeña edificación que cubre el Sepulcro dentro de la Basílica y pude abstraerme de todo el movimiento que había por allí, desde mi lugar de observación privilegiado pensé que quizá fue allí donde las mujeres descubrieron el domingo, muy de madrugada, que algo excepcional había sucedido al ver corrida la piedra que cubría el sepulcro. En realidad nadie fue testigo directo del momento culminante de nuestra redención, pero el acontecimiento que dio sentido a nuestra fe en un Dios que nos salva sucedió allí.
Poder visitar aquel lugar y tener un rato de serena contemplación ante el Misterio, es algo que transforma por completo tu manera de vivir la Semana Santa, la Pascua de Resurrección y, por supuesto, toda tu fe.




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Un nuevo amanecer


Si tuviera que escoger el día más feliz de mi vida, me resultaría bastante complicado. Dios me ha bendecido con una innumerable cantidad de momentos maravillosos.
Sin duda, uno de los mejores fue el del nacimiento de nuestro pequeño Iván.
Apenas habían comenzado a pasar las primeras horas del día cuando unas molestias extrañas me despertaron de un plácido sueño. Volví a quedarme dormida. No había pasado una hora cuando nuevamente me despertaron molestias similares pero más intensas. Mi falta de experiencia hizo que dudara durante un buen rato si aquello podría ser el aviso de que nuestro hijo ya quería ver el mundo.
El caso es que ya no pude dormir más y al poco tuve que levantarme, pues me encontraba más cómoda de esa manera.
Me asomé a la ventana. La claridad del nuevo día empezaba a apoderarse de la ciudad. Aquel nuevo amanecer tenía una gran relevancia para mí, sabía que antes de que el sol se pusiera aquel 24 de mayo, Iván ya estaría entre mis brazos.
Las molestias aumentaban de intensidad y cada vez se sucedían con mayor frecuencia. Sonreí, puse mis manos en la barriga y susurré: "Tranquilo campeón, juntos vamos a hacerlo muy bien". A las dos menos veinte de la tarde ponían a nuestro chiquitín sobre mí. Aquella fue la primera vez que los dos nos miramos a los ojos. En ese instante experimenté con gran intensidad lo que supone el milagro de la vida. Su pequeño cuerpo tembloroso me transmitió una calidez y una ternura desconocidas hasta entonces para mí. Cogí sus diminutos deditos que se agarraban con fuerza a la vida y poco a poco se fue tranquilizando.
En ese momento sentí que nada más debía existir en el mundo salvo la felicidad por esa nueva vida a la que yo estaba íntimamente unida desde hacía nueve meses.
Tagore decía: "Cada recién nacido viene a decirnos que Dios aún no se decepciona del hombre"
A través de nuestro hijo, Dios me estaba diciendo lo enamorado que sigue estando de la humanidad.
¡¿Cómo no estarlo?! Somos la mejor obra de su creación. Lo supe con certeza al tener a mi hijo en brazos. Porque él me pareció, simplemente, perfecto.
Aquella experiencia cambió mi manera de ver y de sentir al ser humano, y apreciar de manera más consciente la enorme riqueza que poseen todas las personas que Dios va poniendo en mi camino. Valorar la vida de mi pequeño como el mayor de los tesoros hizo que entendiera aún más que la vida de cada uno es un gran plan de Dios para amar y ser amados, para enriquecernos unos a otros, para dotar de color y de sentido a nuestras existencias.
Deberíamos aprender a celebrar mucho más el don de la vida. Deberíamos conmovernos con cada nuevo nacimiento, con cada nuevo amanecer, porque son un mensaje de esperanza.
De esa manera nadie creería ya que la opción de terminar voluntariamente con un embarazo es algo positivo, incluso beneficioso.
Ya lo he dicho en otras ocasiones: ¡cada vida es única e irrepetible! Si terminamos con ella... ¿qué será de toda la riqueza que viene a traer al mundo? ¿A dónde irá todo el amor que esa nueva vida ya no podrá dar ni recibir? Si terminamos con ella, todos salimos perdiendo, porque siempre quedará un proyecto de vida sin realizar, un enorme hueco sin cubrir.


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Por la vida



Miércoles 24 de febrero, el Senado aprueba sin enmiendas la Ley de salud sexual y reproductiva y de Interrupción voluntaria del embarazo, es decir, la nueva ley del Aborto, que no la llaman así porque es menos políticamente correcto. Las personas que han dirigido todo este proyecto se abrazaban orgullosas y sonrientes ante lo que, dicen, es un gran avance para nuestra sociedad y servirá para salvaguardar la dignidad de la mujer.
Debo de ser muy rara pero, a mí no me parece un avance convertir un delito en un derecho. Tampoco me parece un avance abocar a la mujer a la falta de información, a la soledad y al abandono ante un embarazo imprevisto. A mí no me parece un avance una ley en la que salimos perdiendo las mujeres se mire por donde se mire.
Esas mismas personas publicaban unos días antes un documento sobre supuesta “Salud sexual y reproductiva” en el que afirmaban que la maternidad no es un hecho natural sino cultural. ¡Ah! ¡Claro! Se nos olvidaba que el cuerpo de la mujer lo escogimos así porque “culturalmente” nos pareció más interesante. Es como decir que las águilas tienen alas por una cuestión meramente cultural y no natural.
¿Cómo es posible que no nos escandalicen ya este tipo de afirmaciones? ¿Cómo no alzamos la voz todas las mujeres ante tan bárbara aseveración? Lo peor de todo es observar cómo una mentira repetida constantemente está pasando a ser creída como una verdad inamovible.
Cuando la verdadera realidad es que la mujer, por naturaleza, ha sido dotada, y cuando digo dotada lo hago con el convencimiento se nos ha dado un regalo, para albergar en su interior una nueva vida, ha sido dotada para acoger y cuidar de esa nueva vida justo desde su comienzo. Y eso, es todo un privilegio para la nosotras.
Además, escucho con asombro, cómo se acusa a la Iglesia de retrógrada por no aceptar una ley elegida en democracia. Ante esta argumentación habría que señalar que la mayoría también puede equivocarse, de hecho deberíamos recordar que Hitler, con todas las barbaridades que hizo con su proyecto de eutanasia y con su holocausto, no cometió ni un solo acto ilegal. Todos sus actos estaban amparados por leyes democráticas, ya que él llegó al poder tras unas elecciones dentro del marco democrático.
El hecho de que algo sea legal no significa que sea justo, y nunca deberíamos aceptar una ley injusta, por muy democrática que sea.
Miércoles 24 de febrero, primera ecografía de mi segundo hijo. En su séptima semana de vida ya tiene un corazoncito que late con fuerza y ritmo constante. Se le distingue la cabeza y sus incipientes bracitos así como las piernas. También se ve la sombra de sus ojos, unos ojos que verán el mundo con la curiosidad y la ilusión de los pequeños que saben apreciar las cosas como son, no como otros quieren que las veamos. ¿Cómo pueden decir que la criatura que llevo dentro es sólo un conjunto de células y no es ser humano que ya está viviendo?
La primera víctima de un aborto es el bebé, por supuesto, a esa criatura le segamos su vida de golpe sin darle ninguna oportunidad en nuestro complicado mundo. Pero la siguiente víctima es, sin duda, su madre. Una mujer que ya nunca olvidará que ha dejado de estar completa porque la unión con su bebé fue cortada de manera violenta. Una mujer que no entenderá, en muchos casos, porqué ya no puede dormir, porqué le atormentan constantes pesadillas, porqué sufre al ver a otros niños corretear por la calle, ni porqué le cuesta volver a confiar y a amar a otra persona.
La vida de esa mujer, quedará marcada, y sufrirá, sufrirá mucho si no se le ayuda. Una medida realmente social y de avance es aquella que sirva para apoyar y ayudar a estas mujeres. También lo será la que ayude a aquellas que aún no han tomado la dura decisión de terminar con su embarazo y les proporcione los medios adecuados para vivir su feminidad y su maternidad con la dignidad que merece todo ser humano.
Si en vez de facilitarles la maternidad les facilitamos romper con una parte tan íntima de su ser, estaremos creando el caldo de cultivo de una sociedad angustiada, frustrada, dolorida y sufriente, que no encontrará el rumbo ni el sentido de su existencia.
Y eso, sin lugar a dudas, nos perjudica gravemente a todos y cada uno de nosotros.


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Sed uno


Se suele decir que "Medio mundo habla del otro medio" y no precisamente bien, en la mayoría de las ocasiones.
Sentimos un extraño placer cotilleando y haciendo críticas a los demás. Esto se debe, seguramente, a que no estamos demasiado satisfechos con nuestras propias vidas y al rebajar a los demás encontramos la forma más rápida de dejarlos a nuestro nivel. Sin embargo, no nos damos cuenta de que haciendo esto nos degradamos aún más a nosotros mismos.
Alguien dijo "Si buscas el mal en los hombres, lo acabarás encontrando". ¡Claro!, porque todos tenemos defectos y actitudes muy mejorables. Si vamos mirando a los demás como un detective que va buscando de manera minuciosa e infatigable esos defectos, es seguro que terminaremos topándonos con ellos.
Sería estupendo empezar a cambiar de actitud. Jesucristo nos aconsejó: “No juzguéis y no seréis juzgados”. ¡Qué bien conocía nuestra naturaleza dañina y cruel para con los demás!
Todos poseemos cosas criticables, sin duda. Pero es igual de cierto el hecho de que todos tenemos grandes cualidades de las que podríamos enriquecernos si aprendemos a mirar más allá de la barrera de las limitaciones y de los fallos de los demás.
Por supuesto, hay personas con las que empatizamos mejor que con otras, pero eso no es excusa para machacar con comentarios demoledores y, casi siempre, a sus espaldas, a aquellas personas que no nos caen tan bien.
No hace mucho tiempo hemos celebrado la semana de oración por la unidad de los cristianos y se nos recordaban estas palabras de Jesús: "Sed uno, como mi Padre y yo somos uno".
Estas palabras son el motivo que debe llevarnos a la construcción de puentes entre las distintas confesiones cristianas que a lo largo de los siglos se fueron desgajando de la unidad inicial.
Pero a mí me han hecho reflexionar desde otra perspectiva, la de las relaciones personales.
La invitación a ser uno que Cristo nos hace, debe ser una llamada a la unidad de todos los seres humanos. Suena a auténtica utopía, pero… ¿¡Qué sería del mundo, de la historia, del hombre sin utopías!? El mismo Jesús nos reveló la fórmula para conseguirlo: "Amaos los unos a los otros".
Sólo si aprendemos a mirar con amor a los demás, la utopía estará más cerca de hacerse realidad. El amor es tan paciente que es capaz de cerrar los ojos a cualquier tipo de fallo o defecto. Si empezáramos a mirar a los demás con el corazón y con la suficiente humildad, nos asombraríamos de lo mucho que podemos aprender de cada persona que encontramos en nuestro camino.
Hasta el ser más pequeño, el más sencillo, el más indefenso o el que consideramos más ignorante, puede darnos grandes lecciones.
Deberíamos ser conscientes de que no somos perfectos, ni todopoderosos, ni infalibles… y reconocer que necesitamos a los demás. Que tenemos mucho que aprender de todos ellos.
Ahora me atrevo a decir: Si buscamos el bien en la humanidad, tendremos la gran suerte de encontrarlo.




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La alegría del Cristiano

Si en algo podemos estar de acuerdo es en el hecho de que todo el mundo anhela ser feliz, pero ¿dónde se encuentra la fórmula de la felicidad?
Seguramente no estamos pasando unos momentos propicios para la alegría. La crisis económica y laboral que mucha gente está sufriendo de manera directa, las fechas navideñas que tristemente invitan a muchos a hundirse en sentimientos de melancolía y de nostalgia, el invierno con sus días tan cortos, tan oscuros, tanta nieve, tanto frío, tantas lluvias… Me he dado cuenta de que hay un sentimiento de tristeza generalizado en la gente. También llueve en el interior de las personas.
Sin embargo, la alegría debería ser una de las principales notas que nos caractericen a los seguidores de Cristo. En el Nuevo Testamento se nos hace una invitación constante: “¡Estad alegres!”
Dios está con nosotros y quiere que seamos felices, Cristo ha vencido al mal y a la muerte con su Resurrección entonces… ¿de qué seguimos teniendo miedo? ¿Por qué no llevamos colgada una sonrisa en la cara de forma constante?
Las religiones orientales, proclaman que la fuente del dolor es el deseo. Eliminando ese deseo en el interior de cada uno buscan la armonía y el equilibrio personal
Los cristianos, vamos más allá. Entendemos que el tú, el otro, es fundamental en la vida. No podemos ser realmente felices si no salimos de nosotros mismos y nos encaminamos hacia el encuentro con los demás.
Quizá precisamente ése sea el motivo de nuestra falta de alegría. En una sociedad cada vez más individualista, los otros se acaban convirtiendo en un estorbo si ya no los consideramos "útiles".
Por supuesto, a Dios también le tenemos apartado. Los agnósticos y los ateos porque han preferido "pasar" e incluso renegar de Él. Los que nos llamamos creyentes, porque nos olvidamos de que Dios sigue ahí en muchos momentos del día a día.
Y si nos olvidamos de Dios, al final también nos acabamos olvidando de aquellos que nos rodean. Terminamos encerrados en nosotros mismos y viviendo inmersos en nuestro propio yo, que al fin y al cabo está cargado de limitaciones y pequeñas o grandes miserias.
Sólo saliendo de uno mismo podremos encontrar la verdadera alegría que un día dejamos escapar a base de egoísmos y de envidias. Sólo saliendo de nosotros mismos descubriremos nuestras cualidades y grandezas.
Por otro lado, debe quedarnos claro que la felicidad no consiste en que todo nos vaya bien en la vida y que no tengamos ningún problema ni contratiempo. La felicidad es algo que va más allá del placer e incluso de la alegría. Uno puede llegar a ser feliz en medio del dolor si es capaz de dar sentido a ese sufrimiento.
Felicidad es sentirse completo, y esa plenitud se consigue cuando damos sentido a nuestra vida. Lo opuesto a la felicidad no es la tristeza sino el vacío. El vacío que uno siente cuando no consigue dar sentido a su existencia y se sumerge en una profunda oscuridad, que cuesta mucho combatir.
Pero si uno lucha y va más allá de sí mismo, se esfuerza por reencontrarse con los demás, y sobre todo, reencontrarse con Dios, la oscuridad va desapareciendo, puede parecernos que lo hace demasiado lentamente, pero lo importante es que desaparece. Él ya nos lo dijo: “Yo soy la Luz del mundo, y el que me sigue no andará en tinieblas”
Hay ocasiones en las que nada parece tener sentido, pero existe Alguien que siempre dará sentido a nuestras vidas, porque es eterno e infinito. Aunque todo falle Él no nos fallará.
En mis noches oscuras no dejo de escuchar su voz: "Venid a mí los que estáis cansados y agobiados que yo os aliviaré". Entonces... Vuelve a "salir el sol".

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¿Por qué Dios ha permitido que pasara lo de Haití?

Ésa es la pregunta que más he oído durante los últimos días, tras la tremenda catástrofe que sufrieron el pasado 12 de enero en Haití.
Es curioso, sólo nos acordamos de Dios en momentos tan terribles y lo hacemos, además, para culpabilizarle por lo sucedido. En estos momentos hablamos de Dios como si Él disfrutara haciendo esta clase de “anti-milagros”
La pregunta acerca de dónde está Dios cuando suceden cosas injustas y terribles es difícil de contestar, y a veces, algunas personas han empleado este argumento para alejarse de Él hasta el punto de llegar a negar su existencia.
Dar sentido al sufrimiento es una cuestión que nos ha traído de cabeza desde siempre a toda la humanidad.
Para poder dar respuesta a esa pregunta debemos partir de la base de que Dios no actúa con maldad. Jesucristo nos reveló la existencia de un Dios padre y madre que nos ama profundamente. Él no quiere nuestro dolor ni nuestro sufrimiento. Él sufre cuando nosotros sufrimos porque sufre por amor. ¿Es que puede haber alguien que desee el dolor de aquellos a los que ama?
Pero hay dos tipos de males: uno físico y uno moral.
El mal físico que surge como consecuencia de la finitud. El mundo, nosotros, somos finitos, limitados: no podemos ser todo a la vez.
Además, existen unas leyes naturales fijas que Dios no cambia a su antojo, para que de esa manera podamos estudiarlas y dominarlas poco a poco con nuestro esfuerzo. Si Dios cambiara esas leyes de manera aleatoria según en qué momentos, nosotros no podríamos llegar a comprenderlas ni predecir lo que va a suceder y, por lo tanto, actuar frente a ellas.
Dios ha puesto en nosotros la inteligencia para que podamos vencer esos males físicos y dominar determinadas situaciones.
El mal moral surge como consecuencia del abuso que hacemos de nuestra libertad. El hombre no se distingue del animal solamente porque es capaz de un mayor altruismo, sino también porque es capaz de una mayor malicia y refinada crueldad. De hecho gran parte de los males que deploramos son producto directo de la voluntad humana.
Y así como Dios ha puesto en nosotros la inteligencia para poder vencer los males físicos, también nos ha llenado de su Espíritu para vencer el mal moral, y emplear nuestra libertad para hacer el bien y no para hacernos daño unos a otros.
De esta manera nos muestra que Dios sí quiere luchar contra el mal, pero lo hace por medio de nosotros.
Por último, es necesario que procuremos comprender, hasta donde podamos, las causas del mal, pero después también será necesario saber guardar respetuoso silencio ante este gran misterio del mal y del sufrimiento que supera nuestra capacidad.
También debemos tener presente que Dios se hizo hombre para compartir nuestra existencia, sufrió el mal y el dolor a lo largo de toda su vida. Pero tras su muerte vino la resurrección que es la victoria definitiva de Jesús sobre el mal y sobre el sufrimiento.
Yo también siento un profundo dolor y una gran indignación ante lo que ha pasado en Haití. Pero mi indignación no va dirigida hacia Dios. A mí lo que realmente me indigna es que no se hayan tramitado las labores de rescate con la celeridad ni la diligencia necesarias para salvar el mayor número de vidas posible. Que no se hayan puesto en marcha las atenciones primarias con rapidez y orden para abastecer a tantas personas que vagan por las calles en busca de agua o algún alimento para poder sobrevivir. Muchos son los recursos que se han trasladado hasta allí pero ¿cuánto tiempo han tardado esos recursos en llegar a manos de quienes realmente lo necesitan? ¿Por qué no hemos corrido más para socorrer de una forma eficaz al pueblo haitiano? ¿Por qué hemos tardado tanto en cubrir la carencia de infraestructuras básicas para atender a tanta gente que lo está necesitando?
Yo siento mucha indignación sí, pero es por todos aquellos que desde la comodidad de nuestras vidas y desde nuestras casas seguimos engullendo los recursos que pertenecen a los países más necesitados, con un afán desmesurado de consumismo sin límites. Mientras que a ellos les dejamos las “migajas” de lo que sobra tras haber saciado todos y cada uno de nuestros deseos. Así, es como ellos quedan desprotegidos para poder afrontar este tipo de desastres naturales con mejores medios.

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La mirada de Dios

El 4 de abril de 2004, ya de noche, asistí con gran respecto y expectación al estreno en España de la Película de Mel Gibson “La Pasión de Cristo”. Fuera de las polémicas levantadas por ella en todo el mundo, yo quedé admirada de algo excepcional: LA MIRADA DE CRISTO
Si uno ve más allá de las heridas y laceraciones en el cuerpo de aquel actor que representaba a Cristo y se fija en su mirada, comprobará cómo transmite todo un mundo de amor, comprensión, fidelidad, ternura, aceptación.
Y desde entonces, yo me pregunté: ¿Cómo será la verdadera mirada de Dios?
¿Cómo miró Jesús al joven rico, aquel que se dio la media vuelta entristecido porque Jesús le pedía demasiado?
¿Cómo miró Jesús a sus discípulos que estaban aterrados por la tormenta que azotaba su barca en el mar de Galilea cuando les preguntó: “¿Por qué tenéis miedo? ¿Es que aún no tenéis fe?”?
¿Cómo miró Jesús a la mujer adúltera cuando le dijo: “Yo tampoco te condeno”?
¿Cómo miró Jesús a la mujer samaritana cuando le dijo: "Si conocieras el don de Dios”?
¿Cómo miraba Jesús a su madre desde la cruz?
¿Cómo miró Jesús a Pedro cuando le preguntó: “Me amas”?
¿Cómo miró a los niños que correteaban a su alrededor, que se acercaban y jugaban con él? Los más pequeños sí supieron descubrir la grandeza de la mirada de Jesús, por eso no podían dejar de correr hacia Él a pesar de que los mayores insistían en que lo dejaran tranquilo. Porque cuando somos niños sí sabemos mirar, con el paso de los años se nos va olvidando darnos cuenta de las cosas magníficas que a cada momento pasan a nuestro lado.
Sólo observando la inocencia y la capacidad de admiración de un niño uno puede ver lo mucho que los adultos nos estamos perdiendo porque nos hemos olvidado de mirar.
¿Cómo alguien fue capaz de escapar a la mirada de ese hombre, una mirada llena de puro DON? Su mirada tenía, sin duda, que llenar el alma de un soplo de aire fresco, al principio dejaría sin respiración, luego traería consigo una ráfaga de luz y alegría imposibles de olvidar. ¿Cómo pudo haber alguien que no supiera ver en Cristo esa mirada de DIOS?
Tras estas reflexiones, cada vez que asistía a la Eucaristía y llegaba el momento de la Consagración del Pan y del Vino, yo me quedaba extasiada imaginando cómo sería la verdadera mirada de Jesús en ese momento de entrega absoluta, sin condiciones, sin esperar recibir nada a cambio, durante la Última Cena.
Luego, como si me volviera un poco niña otra vez, comenzaba a descubrir a mi alrededor miradas de Dios por todos lados: en las risas cristalinas de los más pequeños, en la mirada de aquellos que sólo buscan amabilidad y agradecen una sonrisa como el mayor de los regalos, en la de aquellos que lo están pasando mal por diversas situaciones de la vida y ven un poco de luz en tus gestos y palabras, en los amigos que vienen a visitarte cuando estás enferma. Miradas de Dios en el anochecer naranja del otoño, en los campos verdes de primavera, en el rayo de sol que se cuela entre nubes negras. Miradas de Dios en las caras de aquellos a los que amas. Miradas de Dios…
La clave está en aprender a mirarlo todo como si fuera la primera vez que lo vemos, como cuando éramos niños. Es entonces cuando Dios se nos descubre de manera sorprendente e infinita.
Mis alumnos me preguntan muchas veces cómo es el Cielo, y esperan que les dé una descripción detallada del ritmo de vida que allí se lleva, de las estancias, del clima, de las diversiones, de las relaciones personales...
Pero si, una sola vez en nuestra vida, vemos la mirada de Dios, podremos averiguar cómo es el Cielo: una mirada de Dios que durará para siempre.

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¿Hay muchas navidades?

Hace pocos días, al acercarnos al 22 de diciembre, estrenaron en las televisiones el anuncio de este año de la Lotería de Navidad con el lema “Hay muchas Navidades”. Es curioso, porque a pesar de las muchas que van enumerando, a mí me falta una.
Hemos convertido la celebración de la Navidad en una amalgama de diversiones y costumbres muy alejadas del verdadero sentido de esta celebración.
¿Dónde está en ese anuncio la verdadera Navidad, aquella que celebra con gozo que Dios se hace uno de nosotros?
Hemos deformado el mensaje que ese acontecimiento nos trae. Y lo hemos llenado de luces de colores, de papeles de regalo, de adornos brillantes y pomposos pero… en el Nacimiento de Jesús, no hubo nada de eso.
La grandeza de ese acontecimiento es que Dios nace bebé porque se hace hombre plenamente. Como dice Martín Descalzo en su libro “Vida y Misterio de Jesús de Nazaret”:
Ese bebé era nuestro Dios, el único que como hombres podíamos aceptar. El único que no nos humillaba con su grandeza… Era el único Dios a quien los hombres podíamos amar… Nadie puede amar una cosa a menos que pueda rodearla con sus brazos.
Y Dios decide nacer pequeño e indefenso para que podamos abrazarlo y podamos sentir de alguna manera que Él cuenta con nosotros en su plan de salvación, que somos protagonistas de su AMOR. Esto lo descubres bien si tienes la suerte de visitar Belén. Para ir a Belén tienes que pasar por el muro que Israel ha construido a lo largo de varios kilómetros por todo ese país. Al pasar al otro lado del muro sientes que has pasado a otro mundo que poco o nada tiene que ver con el que dejas atrás. Y llegas a una pequeña y humilde población, con casas desgastadas, o medio derruidas, en algunas hasta se ven los impactos de proyectiles, pruebas directas de los enfrentamientos que desde años atrás mantienen judíos y palestinos.
Pero al llegar frente a la basílica de la Natividad el mundo que lo rodea desaparece, toda la atención se centra en un edificio, algo caótico porque su propiedad está compartida, dividida más bien, entre cristianos católicos y cristianos ortodoxos. En la plaza de la basílica de Belén, no había pastorcillos cantando villancicos, ni ovejitas correteando, no estaba ni la mula ni el buey. Tampoco vi la estrella que guió a los Magos de Oriente. Sin embargo sí encontré la PAZ que anunció el ángel.
En Belén, un día muy de madrugada, pude disfrutar de largos minutos de contemplación ante el Misterio, el Misterio que supone el hecho de que Dios viene al mundo como uno más.

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Amar la Vida

Cada vida que se estrena es un auténtico tesoro. Se abre a todo un mundo de posibilidades, de nuevas experiencias, de ilusiones, de amores.
Estamos aquí por amor, amor entre nuestros padres, pero, aunque esto no sea así en algún caso, siempre está presente el amor de aquel que nos ha creado.
Es imposible no sentir la grandeza del amor de quien ha creado una nueva vida para que venga a enriquecer al mundo.
Cuando una mujer descubre que es madre porque se entera de su embarazo, surgen en lo más profundo de su ser una explosión de sentimientos.
El primero es de "vértigo" ante la responsabilidad que supone criar y educar a otra persona, pero luego, ese vértigo da paso a sensaciones inmensas nunca antes experimentadas.
En mi vida nunca antes tuve tanta certeza de la presencia de Dios y de una forma tan intensa como durante mi embarazo, porque:
- Él me decía claramente, y por primera vez en mi vida sin que hubiera ningún tipo de dudas, a qué me estaba llamando. La señal era muy clara: quería que me convirtiera en madre.
- Él estaba poniendo una fuerte confianza en mí al darme semejante encargo: mi maternidad.
- Él me había convertido en un templo de la vida.
- Él ya amaba al diminuto ser que se alojaba en mi interior, del que yo aún no sabía nada, ni siquiera sin era niño o niña.
- Él ya había escogido, con todo su amor, a esa nueva personita, y eso la convertía automáticamente en un ser privilegiado y único.
- Él ya sabía para qué lo había creado, cuál será el papel que va a desempeñar en el mundo. Y eso le hacía muy especial.
Y todos estos sentimientos me hicieron tener la certeza de que cada vida es un REGALO, el mayor de los regalos. Porque cada vida entra a formar parte del plan salvador de Dios y para ello nos ha hecho tal y como somos a cada uno de nosotros: únicos e irrepetibles.
Así las cosas, me di cuenta del gran honor que tenemos las mujeres que vivimos la maternidad: podemos VER A DIOS en lo que sucede dentro de nosotras. ¿Es posible sentirlo de una manera más íntima?
Tras dar a luz, nuestra vida se transforma, nuestro pequeño o pequeña, pasa a ocupar toda nuestra existencia, eso a veces nos agobia o nos pone nerviosas, pero, sin lugar a dudas, es la mejor de las experiencias. Porque con el paso de los días, de los meses, te das cuenta de que te has transformado por completo y es entonces cuando descubres lo que es el verdadero Amor: aquel que se da por completo sin esperar recibir absolutamente nada a cambio, ya que de esa pequeña personita que acaba de nacer, nadie puede esperar recibir nada aún… ¿o tal vez sí?
Amas y entregas tu cuerpo y tu vida por completo, sin esperar recompensas. Pero... siempre se recibe algo. Y yo, recibí la certeza de que Dios habitaba en lo más pequeño, en la sencillez de un ser tan indefenso que nos necesitaba a cada segundo.

Escuchar audio: Amar la vida

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La Iglesia en cifras

Una de las cosas que me ha resultado más curiosa durante estos días en los que mucha gente valiente ha dado la cara por defender el derecho a la vida ha sido que muchos, inmediatamente, han identificado esas posturas con las creencias católicas. Así es. Muchos somos cristianos católicos. Pero no somos los únicos. La vida es un valor fundamental y de ello estamos convencidos personas con distintas culturas y credos, e incluso mucha gente no creyente.
Sin embargo, para nuestra fe católica, el valor de la vida y de la dignidad del ser humano es un tema fundamental. La vida y la dignidad nos vienen dadas directamente por Dios y nadie más puede disponer de ellas.
¿Por qué la dignidad de la persona es uno de nuestros principios fundamentales como cristianos?
Son varios los datos que hemos de tener en cuenta:

  • Dios nos ha creado a su imagen y semejanza.
  • El mismo Dios ha querido abajarse y hacerse uno de nosotros.
  • Y, por si esto fuera poco, nuestro Dios hecho carne, ha dado su vida para salvar a toda la humanidad: los hombres y mujeres del pasado, del presente y del futuro.

Teniendo en cuenta todo esto ¿Puede algún cristiano dudar del innegable valor de la vida de las personas?
Otra cosa que me ha chocado mucho es el hecho de que algunos, para declarar su disconformidad con la postura de quienes defienden la vida desde su condición de creyentes católicos, tratan a estos con cierto desprecio y les echan en cara que se posicionen en la defensa de la vida y no por denunciar y solucionar graves situaciones sociales, ni por ayudar a tantos pobres y necesitados que hay en el mundo.
No acabo de entender cómo hay gente que tiene la valentía de atacar la defensa de la vida con argumentos que nada tienen que ver con el tema en cuestión. Ni tampoco entiendo cómo son capaces de esgrimir tales argumentos sin haber hecho ningún tipo de averiguación previa.
Para que no nos acobardemos ante este tipo de ataques. Para que empecemos a ser “católicos sin complejos”, voy a facilitar unos datos que, seguro, sorprenderán a muchos:
En España hay 5.141 centros de enseñanza regidos desde instituciones de la Iglesia católica, con unos 990.775 alumnos. Estos centros suponen un ahorro al Estado Español de 3 millones de euros por centro al año. Es decir 15.423 millones anuales en educación.
Los 107 hospitales que tiene la Iglesia, ahorran anualmente al estado 50 millones de euros por hospital (5.350 millones) y los 1.004 centros de salud (dispensarios, asilos, centros para minusválidos, transeúntes, terminales de sida) con sus 51.312 camas ahorran 4 millones por centro (205.248 millones). En total 210.598 millones anuales destinados a salud y atención social.
Aún hay más, porque a través del trabajo de los voluntarios de Cáritas, Manos Unidas y Obras Misionales Pontificias, millones de euros, salidos de los bolsillos de los católicos españoles, ahorran al Estado español un enorme presupuesto en orfanatos y centros de reeducación social para personas marginadas.
¿Puede ahora alguien atreverse a echar en cara a los cristianos que no nos ocupamos de los problemas de la sociedad?
¿Todavía hay alguien que conozca estos datos y que sea capaz de decir que la Iglesia no se compromete con este mundo nuestro?

Escuchar audio: La Iglesia en cifras

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Carta a Iván


Querido Iván:
Seguramente me preguntes cuando seas más mayor las razones que tuve para ir a Madrid el pasado 17 de octubre, y también te preguntarás porqué te llevé conmigo.
Tengo que confesarte que si participamos en la manifestación cuyo lema era “Cada vida importa”, fue por ti y para ti.
¿Por ti? ¡Claro, chiquitín! Por que desde tu más pequeña presencia dentro de mí ya me enseñaste que la vida de un ser humano es un auténtico milagro y que, aún estando dentro de mí, eras independiente y ya te sentía como el ser único e irrepetible que eres. Cuando tú estabas dentro de mí, querido hijo, hiciste que todo mi mundo se transformara: nunca estaba sola, ahí estabas tú conmigo acompañándome a dondequiera que fuera; me sabía especial, ya que era un templo de la vida, me sentía más vital y con mayor energía porque ¿sabes una cosa? llevarte dentro me rejuvenecía, y también me hacía sentir más guapa.
Por ti, porque has hecho que sintiera con gran intensidad sentimientos que nunca había conocido y esos sentimientos me hicieron ponerme en el lugar de todas las mujeres que han sido, son y serán madres algún día.
Y en el de aquellas que tuvieron que eliminar las vidas de sus criaturas cuando se estaban acabando de estrenar… ¡Cuánto dolor! No logro entender cómo una mujer que es madre esté de acuerdo con prácticas abortistas.
¡Si la maternidad es la mayor expresión de nuestra feminidad! ¡Es lo más maravilloso que puede llegar a pasarnos a las mujeres!
También estuve el 17 de octubre en Madrid para ti, sí cariño, para ti. Porque eres el presente y el futuro, y deseo para ti un país en el que se respete por encima de todo la vida humana. Porque quiero que descubras el incalculable valor de cada vida y quiero que actúes en tu vida bajo ese principio. Sólo así llegarás a ser feliz, mi niño. Sólo sabiendo que el mayor valor que tenemos es el de la vida y que lo más valioso que puedas encontrar en tu camino es la vida de todos los demás.
Estuve para ti, para que nadie pueda hacerte daño porque digan que tu vida, o la vida de alguien que tu ames sea inservible o sea inútil o sea un estorbo. Estuve para que puedas llegar a ser padre algún día, un padre responsable y feliz.
Estuve para que no tengas que echarnos en cara a las generaciones pasadas que no hicimos nada ante la barbarie de la muerte de tantos y tantos seres inocentes. Tantos niños y niñas con los que habrías podido jugar, ser compañero de clase, de trabajo. Tantos niños y niñas de los que habrías podido enriquecerte con su belleza única e irrepetible, como la tuya, pequeñín.
Y te llevé conmigo para que aprendas, (sé que a pesar de tus dos años ya puedes aprender mucho), que en la vida tenemos que dar la cara, tenemos que luchar y esforzarnos por los demás.
Te llevé para que aprendieras que se puede luchar desde la alegría, desde el más profundo respeto, desde la belleza, desde la delicadeza, desde la unión con los demás. Porque esos fueron los valores que vivimos en Madrid el 17 de octubre.
Tengo que decirte que disfrutaste muchísimo con cada canción, con cada aplauso, con cada explosión de color que veías en el cielo gracias a los miles de globos que echaron a volar, con el helicóptero que nos miraba en la distancia, con cada atención de la gente que pasaba a tu lado y se fijaba en ti. Disfrutaste muchísimo con tu familia, con tus abuelos y tu tío… y con esa “familia” que ya estás empezando a descubrir que es toda la humanidad.


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