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Platos Cayendo

LA MAYOR HISTORIA DE AMOR

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Llega la Navidad


Estamos en el tramo final del tiempo de Adviento, tiempo de preparación y tiempo de espera. Pero ¿qué es lo que estamos esperando realmente?


¿Esperamos las vacaciones? ¿Esperamos los días de fiesta? ¿Esperamos las compras, las prisas, las aglomeraciones? ¿Esperamos los regalos? ¿Esperamos las buenas comidas? O... ¿Esperamos la llegada del Hijo de Dios?

Cada año se llenan más pronto las calles y los escaparates de luces y de colores. Nos avisan de que la Navidad se acerca. Nos inundan los sentidos con la decoración navideña, pero muchas veces esos estímulos, lejos de acercarnos al verdadero sentido de la Navidad, nos alejan de lo profundo y nos ponen una barrera para que no podamos hacer un viaje hacia nuestro interior.

Son demasiadas las ocasiones en las que felicitamos la Navidad de manera fría, automática, sin sentir verdaderamente la profundidad del misterio de la Encarnación. Eso, si no es peor y escogemos felicitar las Fiestas y evitar así toda referencia religiosa, o ir más lejos y felicitar el “solsticio de invierno”.
Pero, ¿por qué nos alejamos del Misterio?

Martín Descalzo, en su libro “Vida y Misterio de Jesús de Nazaret”, nos lo explicaba:
“Dios es como el sol: agradable mientras estamos lo suficientemente lejos de él para aprovechar su calorcillo y huir su quemadura. Pero ¿quién soportaría la proximidad del sol?

Por eso, hemos convertido la Navidad en una fiesta de confitería. Nos derretimos ante “el dulce Niño de cabellos rizados” porque esa falsa ternura nos evita pensar en esa idea vertiginosa de que sea Dios en verdad. Una Navidad frivolizada nos permite al mismo tiempo creernos creyentes y evitarnos el riesgo de tomar en serio lo que una visión realista de la Navidad nos exigiría. Hay que acercarse a esta página evangélica por la puerta de la sencillez, aniñándose”.

Observo en los ojos de mis hijos y en los ojos de otros muchos niños, cómo se les dilatan las pupilas al encontrarse en la plaza Mayor de Palencia con el portal del Belén, con sus figuras y las luces que lo adornan. Ellos me contagian su sorpresa y su entusiasmo, pero los mayores tenemos el deber de encauzar su admiración hacia la grandeza del misterio del Nacimiento del Hijo de Dios. Sin embargo, yo me pregunto, ¿qué estamos haciendo con nuestros hijos, nietos o sobrinos?

He estado preguntando en clase estos días a mis alumnos qué creen ellos que es lo verdaderamente importante de la Navidad. Casi todos se han apresurado a contestarme: ¡Los regalos!

Lo accesorio en la celebración de la Navidad ha pasado a convertirse en lo principal, de lo principal… ya nos hemos olvidado.

Cuando les contesto que el verdadero regalo es el que nos ha hecho Dios porque hubo un momento en la historia de la humanidad, hace ya más de dos mil años, en el que los hombres pudimos abrazar al mismo Dios ya que había decidido hacerse uno de nosotros, que prefirió venir como uno más, pasando nueve meses de gestación en el vientre de una mujer y naciendo como cualquiera de nosotros, sin ostentaciones ni alardes; muchos de mis chicos se quedan con la boca abierta.

Más aún cuando les hago caer en la cuenta de que el hecho de que Dios se hiciera como cada uno de nosotros, nos convierte en seres especiales, ¡Dios nos elige para ser como nosotros!

Pero su asombro no acaba ahí, va más allá al concluir que este acontecimiento que, por desgracia, hoy nos está pasando tan desapercibido, debería hacer que lleváramos pintada en la cara una sonrisa permanente. Como decía Ortega y Gasset: “Si Dios se ha hecho hombre, ser hombre es la cosa más grande que se puede ser”




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Yo he vencido al mundo


Durante la pasada Semana Santa hubo un intento de sacar por las calles de madrileño barrio de Lavapiés una “procesión atea” que tendría lugar, nada menos, el mismo jueves santo. Los organizadores tenían la declarada intención de faltarnos al respeto a los cristianos y atacar nuestras creencias de una forma tan vulgar como dañina. Reconozco que tengo que hacer un intenso ejercicio de autocontrol para no empezar a “echar sapos y culebras” por la boca cuando me entero de este tipo de ataques en los que, para colmo, ellos consideran que la prohibición de que se llevara a cabo ese espectáculo bochornoso implicó un retroceso en el derecho de manifestación de nuestro país. ¿Derechos? ¡Estoy tan cansada de escuchar la palabra “derechos”!, ¿para cuando se empezará a hablar de “responsabilidades”, de obligaciones?


Y para rizar aún más el rizo, encima nos acusan a los cristianos de organizar “agresivas actividades” durante la Semana Santa. ¿Se están refiriendo a las diversas procesiones y actos de piedad? Como dice un buen amigo mío, “para defender algo necesitamos conocerlo muy bien pero para atacarlo sólo ser un ignorante”.

Cada vez se me hace más difícil entender de dónde puede salir tanto odio, tanta obsesión contra nosotros, los cristianos.


Los profesores de religión conocemos de primera mano este tipo de posturas radicales contra el cristianismo, principalmente católico. Son demasiados los casos de profesores que sufren rechazos y ataques diarios.


Debo puntualizar que tengo que dar muchas gracias a Dios porque, en general, he tenido una muy buena acogida entre mis compañeros de trabajo pero también he experimentado en alguna ocasión cómo se nos falta al respeto y se nos discrimina por motivo de nuestras creencias mucho antes de habernos dado la oportunidad de conocernos.


Hace pocas semanas, una compañera se acercó a mí con mucha simpatía para presentarse, pero no me dio tiempo ni para despedirme de ella. En cuanto le dije que era la profesora de religión se borró la sonrisa de su cara, frunció el ceño y me dio la espalda.


Otros no quieren pedirme favores porque, literalmente, no quieren "mezclarse con curas ni monjas".


Y una, que es poco dada a enfrentarse a los conflictos, no sé si por sensatez o más por falta de valentía, se pregunta cómo debemos reaccionar y actuar los cristianos.


Jesús nos lo advirtió: "Ningún siervo es superior a su señor. Igual que me han perseguido a mí, os perseguirán a vosotros". Así que creo que el hecho de ser rechazados e incluso humillados, debe ser una muestra de que no estamos yendo por mal camino.


Soy de esas personas convencidas de que el tiempo va colocando cada cosa en su sitio, y de que es cuestión de paciencia ver cómo la Verdad se abre camino. Pero, sobre todo, tenemos que hacer un gran esfuerzo por intentar descubrir cómo mira Dios a esta gente que guarda tanto odio y actuar como Él lo haría, siempre siguiendo su consejo: "Sed astutos"

En esta tarea no debe faltarnos la confianza porque Jesús concluyó su aviso de persecuciones con una frase alentadora: "Animaos, yo he vencido al mundo"


El presidente de la Asociación de ateos y librepensadores de Madrid, que fue una de las asociaciones convocantes de esa esperpéntica “procesión atea” manifestó que consideran a los cristianos personas irracionales, que vivimos ajenos a la realidad.


Pues, ¿Qué queréis que os diga?


Sin lugar a dudas, prefiero vivir unas creencias que me hacen ver a Dios en el prójimo, que me llevan a admirarlo y respetarlo por encima de todo..., a tener unas ideas que cierran la puerta de golpe a todos los que no piensan como yo. Una mentalidad que conduce a actitudes primitivas y trasnochadas que se alejan totalmente de la auténtica construcción de la civilización del amor.




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Vivir en Comunión



Llevo unos meses haciendo un curso de formación dirigido a los profesores de religión y uno de los temas que hemos tratado es el de la Iglesia.

Ante ciertos acontecimientos recientes que han sido bastante difundidos y otros menos conocidos pero demasiado habituales en la vida nuestra Iglesia, deseo hacer hoy una reflexión sobre una de las cuestiones que hemos visto en el curso: la "Espiritualidad de la Comunión".

San Pablo nos regaló una imagen preciosa de la Iglesia: ella es el Cuerpo de Cristo. Cristo es cabeza de la Iglesia y todos los que formamos parte de ese cuerpo, somos sus miembros.

Con esta imagen es fácil sacar conclusiones muy claras:

- Como en el cuerpo, cada miembro tiene una función muy concreta y diferente a la del resto de miembros.

- Todas las funciones son importantes, o ¿acaso no se resiente el cuerpo si falla cualquier función por insignificante que pueda parecernos?

Es por esto por lo que en la Iglesia debemos aprender a vivir la Espiritualidad de comunión, ya que la lucha interna de unos miembros contra otros sólo consigue hacer que se resienta todo el cuerpo.

Pero, ¿qué es exactamente la Espiritualidad de comunión?

La Espiritualidad de comunión es sentir en nuestro interior el misterio de la Trinidad, que es la unión amorosa del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y trasladar a nuestro vivir cotidiano y a nuestras relaciones con los demás ese amor que nos une de una forma auténtica, en la que cada uno mantenemos nuestra propia identidad pero, a su vez, hacemos de nuestra vida un reflejo de la misericordia de Dios, sufriendo con el hermano que sufre, gozando con el que goza, estando pendiente de sus necesidades para poder atenderlo desinteresadamente. Así es como Dios nos ama.

La espiritualidad de la comunión es, por tanto, vivir rechazando constantemente la tentación del individualismo, del egoísmo, del orgullo.

Respetar y apreciar la función de los otros miembros.

Olvidarnos de la competitividad en la que estamos inmersos, cambiar nuestro ritmo de “carrera” por el de “marcha” durante la cual se acompaña, se apoya, se dialoga, nos interesamos por el otro. Poniendo mucho cuidado y todo nuestro empeño por hacer las cosas lo mejor posible ya que van dirigidas a los demás, que son hermanos nuestros y a los que estamos unidos por una misma cabeza, un mismo Dios que nos ama y nos enseña a amar. “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida”.

La espiritualidad de comunión debería ser el principio educativo en todos los lugares donde se forma al ser humano y, en concreto, al cristiano, tanto en la Iglesia (parroquia, seminarios, grupos de jóvenes...), como en la escuela y en la familia.

Es muy importante que se eduque en esta espiritualidad para poder empezar a vivirla en todos los ambientes.

El otro día, una amiga se quejaba de que estamos fomentando desde la escuela, desde las familias, desde los medios de comunicación, un estilo de vida pasivo en el que quien más se aprovecha del esfuerzo y del trabajo de los demás, más gana.

Frente a este estilo de vida, los cristianos debemos fomentar la espiritualidad de la comunión, para hacer de las nuevas generaciones gente responsable, que trabaja y se esfuerza y, también, que ayuda a los demás a alcanzar sus propias metas.

Poco antes de nacer mi hija hubo una persona que me dijo: “¡Pobrecita!¡A qué mundo va a venir!”. En un primer casi le doy la razón, sin embargo enseguida caí en la cuenta de que habría sido un error lamentarme con ella, así que le contesté: “Precisamente por eso debemos enseñarle a mejorarlo”.

Parece una utopía pero es bueno luchar por alcanzar esta espiritualidad para que los cristianos podamos seguir transformando el mundo, como así ha sido desde hace dos mil años.

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La fórmula de la FELICIDAD



Ya hace un año que dediqué una de mis reflexiones a hablar de la felicidad. Evidentemente no hay fórmulas mágicas para alcanzar la felicidad pero sí hay pautas que podemos seguir para alcanzar una vida más plena.

En aquel momento me detuve en dos aspectos importantes a tener en cuenta si queremos ser más felices.

El primero: nuestra relación con los demás. Somos seres hechos para el encuentro, nos hacemos realmente personas cuando nos comunicamos con los demás. Por eso nos hace tanto daño el individualismo reinante en nuestros días.

Por otro lado, hice referencia a la necesidad de dar sentido a nuestra existencia. Cuando logramos encontrar un porqué a nuestras vidas queda resuelto el “cómo”. Para quienes tenemos fe, es mucho más sencillo encontrarlo, porque, como ya dije “Hay ocasiones en las que nada parece tener sentido, pero existe Alguien que siempre dará sentido a nuestras vidas, porque es eterno e infinito. Aunque todo falle Él no nos fallará”.

Hoy deseo retomar el tema de la felicidad, al fin y al cabo hemos nacido para ser felices, vivir en paz y llenos de profunda alegría.

Sin embargo estamos dejando que la vida se nos escurra como si fuera agua entre nuestros dedos. Hoy deseo hacer una invitación a salir de la mediocridad, a no contentarnos con “ir tirando”. A esforzarnos por disfrutar de cada instante, a gozar los momentos, a exprimirlos, a involucrarnos de lleno en cada cosa que sucede a nuestro alrededor. A aspirar a tener una historia apasionante, a ser nuevos cada día y no dejar que la rutina nos apague.

En esto, los niños, desde luego, son los mejores maestros. Ellos son quienes mejor pueden enseñarnos a mirar el mundo con ojos nuevos, con el entusiasmo y la capacidad de admiración de quien ve, experimenta, vive por primera vez todo. Agacharnos a su altura y mirar de nuevo las cosas como ellos las ven nos ayudará a saborear la vida con mayor intensidad. Por algo nos dijo Jesucristo que de los que viven y se entusiasman como niños es el Reino de los Cielos. Gracias a este ejercicio de volvernos como niños podremos redescubrir el gozo de las cosas pequeñas y eso hará nuestra vida más completa.

En el Talmud (Libro Sagrado para nuestros hermanos Judíos) podemos leer: “Todos tendremos que rendir cuenta de los placeres legítimos que hayamos dejado de disfrutar”. Y es que Dios nos ha creado para ser felices y disfrutar de cada cosa que nos regala día a día.

Algunos dirán que en sus vidas las cosas no marchan bien, pero ser felices es más una actitud mental que el conjunto de circunstancias que nos rodean. Disfrutar es una elección, no una casualidad.

Las adversidades llegarán, los problemas son reales, existen y no podemos darles la espalda, pero lo que sí podemos es elegir enfrentarnos a la adversidad con la convicción de que supone una ocasión para madurar y para mejorar.

Asumir la adversidad como un impulso para crecer implicará una aceptación sabia y humilde del problema y, para eso, previamente necesitamos hacer silencio. En este mundo que vivimos nos falta tiempo para el meditar sobre lo que estamos viviendo y para ver si caminamos hacia donde queremos llegar o nos dirigimos hacia otro sitio. Nos hace falta tiempo de reflexión para poner nombre a nuestro problema y para hacer brotar de nuestro interior la fortaleza necesaria para afrontarlo. En realidad, somos mucho más fuertes de lo que pensamos o queremos ser, ya que hay ocasiones en las que nos balanceamos adormecidos en la “autocompasión” en vez de afrontar el problema.

Necesitamos hacer silencio y escuchar a Dios. Abandonarnos en Él, tener la confianza puesta en Él para aprender a relativizar las cosas y a responsabilizarnos seriamente de nuestra felicidad y de la felicidad de los demás.

A este empeño de ser felices, desde luego, nos ayudará vivir en una actitud positiva, aprender a ver el vaso medio lleno en vez de lamentarse de que ya está medio vacío. Esto hará que saquemos de la vida lo mejor y nos hará más fuertes en los momentos difíciles. No malgastemos nuestra energía en rencores, en resentimientos, en quejas o en comentarios negativos.

Mi vida me pertenece y yo puedo elegir en este momento si la vivo con una actitud negativa o positiva.





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Hombre y mujer los creó

En las noticias aparecen día tras día casos de mujeres que han muerto a manos de sus parejas o ex parejas. Es una auténtica barbaridad que alguien considere que tiene en propiedad la vida de otro y decida acabar con ella. Pero todos los casos de violencia deben ser considerados igual de graves: cuando un hombre la ejerce hacia una mujer, cuando una mujer la ejerce hacia un hombre, cuando un adulto la ejerce hacia un bebé o cuando se ejerce hacia una persona enferma o anciana.

En las noticias utilizan un nombre para designar estos sucesos de mujeres asesinadas a manos de sus parejas: “violencia de género”. Cada vez que escucho ese término me revuelvo por lo que implica.


Sé que voy a entrar en el terreno de lo políticamente incorrecto pero creo que es bueno hablar, aunque sea brevemente, de en qué consiste la ideología de género para que podamos posicionarnos ante una ideología que va calando cada vez más en la sociedad y que, además, está considerada como algo positivo por parte de la opinión pública.


La ideología de género parte del presupuesto de que el sexo, masculino o femenino, en los seres humanos es algo accidental y éste no debe condicionar nuestro posterior desarrollo. Según esta ideología ser hombre o mujer no es un hecho natural sino que es cultural. Los ideólogos del género defienden que cada uno ha de “construirse” su propia sexualidad. Esta construcción es lo que denominan género. Y para liberar a los individuos de las ataduras impuestas por la naturaleza, la ciencia y el derecho pueden ayudar a cualquiera a definir el género que cada uno quiera para sí. La cirugía y las inyecciones hormonales pueden transformar a cualquiera en varón o mujer.


Y como nuestra naturaleza sexuada en la que creíamos ya no existe, podremos escoger lo que más nos apetezca. Por lo tanto ahora no hay dos sexos, sino que lo correcto será hablar de cinco géneros a elegir: masculino, femenino, homosexual, bisexual o transexual.


Como consecuencia del anterior postulado, hombres y mujeres somos iguales, idénticos. Hablar de diferencias entre ambos sexos se considera un escándalo porque las diferencias no surgen de la naturaleza distinta entre ambos sexos sino de una cuestión meramente cultural. Y aquí es donde se han hecho múltiples especulaciones acerca de cómo esa igualdad entre hombres y mujeres se ha perdido por culpa de las costumbres, las tradiciones y las culturas, por supuesto machistas, que han tenido a la mujer sometida al cuidado de la familia mientras el hombre marchaba a trabajar fuera de casa. De todo esto se ha culpabilizado a la tradición judeo cristiana, como si en otras culturas o religiones no hubiera habido injusticias hacia las mujeres a lo largo de la historia.


Con la ideología del género, lo que Marx denominaba “luchas de clases” se ha convertido en “lucha de sexos”, y ahora es el varón quien sale peor parado porque es considerado un estorbo que limita la libertad de la mujer, un torpe que no sabe trabajar en más de una cosa cada vez, un inconstante que cae fácilmente en la infidelidad. Con esta publicidad ¿qué mujer joven quiere ya comprometerse con un hombre de por vida?


De la ideología de género podríamos hablar durante horas, pero vistas las teorías anteriores con un poco calma y racionalidad podemos concluir que son un auténtico disparate.


Por naturaleza, desde el mismo instante de nuestra concepción ya está fijado nuestro sexo, masculino o femenino. Los cromosomas X e Y crean una naturaleza, una fisiología y un cuerpo de mujer o de varón. Esa es la herencia de la que partimos y que en la vida, la educación nos ayuda a plenificar. (es que tampoco se puede decir que la naturaleza nos determina completamente) Tengo un hijo y una hija y puedo comprobar claramente las diferencias entre ambos antes de que yo hubiera podido condicionarlos culturalmente.


Hombre y mujer somos distintos, ¡Claro que sí! Al contrario de lo que ahora se opina ¡Es una riqueza que seamos distintos! Hemos sido creados diferentes para podernos complementar. La supuesta igualdad entre hombre y mujer nos empobrece a todos. Igualdad sí, pero en Dignidad y derechos.


El Génesis lo explica muy bien: “Y creó Dios al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó; hombre y mujer los creó”.


Hombre y mujer, en unión, son imagen de Dios, no cada uno por separado.

Deseo señalar, por último, que debido a esta ideología de género la maternidad es considerada como una carga para la mujer, de ahí surge la defensa del aborto por el supuesto “derecho a elegir”.


Bajo mi experiencia como mujer y como madre, que seguro comparto con otras muchas mujeres, he de señalar que la maternidad es uno de los mayores dones que se nos ha otorgado, por naturaleza, a la mujer. Y que cuidar de la familia no debería estar considerado como una sumisión al esposo ni como una labor menos digna que el trabajo fuera del hogar. Al contrario, cuidar de la familia, del marido y de los hijos, es la tarea más hermosa que hay y, además, aquella con la que realmente podremos transformar el mundo.

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Y… al fin llegó ella

Muchas veces pensamos que el hecho de que nos sucedan cosas a las que calificamos de buenas o malas depende de nuestra mejor o peor suerte.

En realidad, considero que somos nosotros mismos quienes podemos influir en nuestra buena o mala suerte en función de la actitud que tomemos ante las distintas circunstancias de la vida.


Es propio y natural en el ser humano sentir inquietud e, incluso, miedo ante un futuro que nos esforzamos minuciosamente en planificar pero que, en último término, no podemos dominar.


Sin embargo, debemos tener en cuenta que la actitud que adoptamos ante la vida va a condicionar en gran medida lo que nos suceda.


Para tener lo que llamamos “buena suerte en la vida” alguien aconsejaba dos cosas: la primera, estar atento a las oportunidades que la vida nos va ofreciendo, y la segunda, valorar lo que nos sucede con optimismo.


Sin duda alguna, para aquellos que tenemos fe en un Dios misericordioso, es decir, un Dios que sufre con nuestro sufrimiento y que goza con nuestras alegrías, resulta mucho más fácil encontrar el lado positivo de las cosas porque les encontramos un sentido que va más allá de lo que podemos captar a simple vista.

Por eso, una persona creyente debería saber enfrentarse al dolor con mayor entereza. Un denominador común en todos nosotros es la vivencia de experiencias dolorosas. Nadie puede conseguir que no haya situaciones de sufrimiento a lo largo de su vida pero lo que sí podemos es decidir cómo enfrentarnos a él.


La aceptación del dolor, ya sea físico o psíquico, es diferente en cada persona, porque depende de una cuestión fisiológica, de la autodisciplina de cada uno y del sentido que demos a ese dolor.


Precisamente, el nacimiento de nuestra pequeña Clara ha supuesto para mí una experiencia profunda sobre cómo enfrentarse al dolor, físico en este caso, con optimismo y sobre cómo ver que todo dolor da sus frutos. En un parto, esos frutos son inmediatos, por eso es más fácil dar un sentido a ese dolor. Pero debemos ser conscientes de que ningún dolor es estéril porque todos los sufrimientos antes o después, dan muchos y buenos frutos.


El día 7 de octubre, de madrugada (¡nuevamente de madrugada! Tengo unos hijos muy tempraneros) “rompí aguas”, el mar en el que había estado flotando mi pequeña comenzaba a desaparecer.


Lo que sientes cuando eso sucede es muy contradictorio, por un lado tienes una gran ilusión porque al fin llega el momento en el que podrás abrazar a tu hija, por otro lado tienes una gran inquietud sobre cómo saldrán las cosas. Confías en que todo vaya bien pero… siempre hay algún hueco por el que se cuelan las dudas y los temores.


Sabía que hacía falta algo más que romper la bolsa del líquido amniótico para que el parto siguiera adelante, y ésas eran las tan “temidas” contracciones. Es curioso ver en las clases de preparación al parto a muchas madres que aún no han pasado por el momento del nacimiento de sus hijos, que afirman que prefieren que les practiquen una cesárea para no tener que enfrentarse a ese dolor del que tantas veces han oído hablar.


Nos hemos ido debilitando tanto que nos negamos a afrontar cualquier tipo de dolor, ni siquiera uno tan natural e inherente a la mujer como es el de dar a luz.


Cuando comenzaron las contracciones, las recibí con bastante ilusión ya que, con la bolsa rota y sin contracciones, la niña podía acabar sufriendo algún tipo de complicación.


A medida que aumentaban en intensidad, también aumentaba mi alegría porque sabía que cuanto más dolorosas fueran, más me acercaba al gran momento. Ese dolor tan profundo traía consigo el mejor de los frutos: una nueva vida. A primera hora de la tarde nació Clara.


(Desde aquí deseo agradecer su acompañamiento y atención a todo el equipo sanitario que me atendió. Especialmente a mi matrona, Rebeca)


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El Sacramento del Amor



Seguramente, todos hemos pasado o estamos pasando por la experiencia de estar alejados físicamente de alguien a quien amamos: padres, hijos, nietos, amigos, incluso algún amor.

Precisamente esa experiencia es la que un día hizo que me diera cuenta de la grandeza de la Eucaristía.

Si nos ponemos en el lugar de Cristo, en la última Cena, uno se maravilla ante la fascinante solución que ideó para que nunca estuviéramos separados de Él a pesar de su partida. Ni siquiera inventos tan extraordinarios para facilitar la comunicación entre personas que están distanciadas como son los teléfonos móviles o incluso, Internet, han podido superar a la institución de la Eucaristía.

¡Cuánto debe de amarnos Cristo para idear algo así!

Con dos alimentos básicos y cotidianos en la vida del pueblo, pan y vino, Él hizo el milagro de quedarse con nosotros, de una forma íntima y permanente, tan íntima que entra en nuestro interior como un alimento, y tan permanente que con ello Él estará con nosotros "Todos los días, hasta el fin del mundo".

Ésa es una de mis citas preferidas de los Evangelios. Saber que no quedamos desamparados ni en soledad tras la partida de Jesús hacia el Padre, reconforta y da sentido a nuestra vida cristiana.

Nuestra fe no es en un Dios muerto sino en un Dios vivo que, además, ha decidido quedarse a vivir dentro de nosotros.

Los cristianos debiéramos considerarnos privilegiados por disfrutar de la Eucaristía tantas veces como deseemos. Debería ser un sacramento presente de manera constante en nuestras vidas.

Recuerdo el momento de mi primera comunión, en un primer instante sufrí una gran decepción, creía que el pan consagrado debía saber de una manera diferente, ser más dulce, porque si se había convertido en el cuerpo de Cristo eso tenía que darle un sabor especial. Pero no era así, Dios actúa con formas más sutiles y profundas. Inmediatamente me di cuenta de ello porque comencé a llorar de emoción ante la presencia de Jesús dentro de mí.

Cada vez que me acerco al sacramento de la Eucaristía siento una calidez, una seguridad y protección que me invaden y dan fuerzas. Más aún ahora que sé que con cada comunión, Jesús, además, va a hacer una visita a la pequeña que llevo dentro. No en vano se dice que la Eucaristía es el alimento del alma.

El ser humano, desde siempre, se ha esforzado por acercarse lo máximo posible a la divinidad con todo tipo de ritos y cultos. En el caso de los cristianos, sabemos que ha sido el mismo Dios quien ha querido acercarse a nosotros y lo ha hecho de una forma tan íntima y extraordinaria que podemos hasta comerlo.

Por todo ello debemos agradecer a Dios su gran generosidad y amor. Cuando Jesús decidió entregarse no lo hizo de una sola vez en la Cruz. Él se sigue entregando cada vez que celebramos la Eucaristía, por eso, es el Sacramento del Amor. Un sacramento que debe llevarnos a amar todos los demás de la forma que Él nos pidió:: “Amaos unos a otros como yo os he amado” y se podría añadir, “Como yo os sigo amando”.

Él mismo se hace don, se nos entrega, una y otra vez. Sin tener en cuenta nuestros desprecios, ni rechazos, ni abandonos.

El Beato Manuel González, quien fuera obispo de Palencia, nos invitaba con insistencia a visitar el Sagrario y al Santísimo: “Ahí está Jesús, ahí está. ¡No dejadlo abandonado!” Él supo entender y sentir muy bien la presencia de Jesús en la Eucaristía.

Una presencia a la que deberíamos sentirnos fuertemente unidos. Sólo así seremos capaces de mantener encendida nuestra luz de cristianos, de hacer que nuestra sal no se vuelva sosa.


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De la existencia de Dios


Es muy frecuente que mis alumnos me pregunten: “¿Qué pruebas tienes de que Dios exista?”
Reconozco que, por unos instantes, me siento ante un abismo porque no sé muy bien cómo responder de una manera sencilla y clara para ellos.
Pienso que de poco o nada serviría hablarles de las Vías de Santo Tomás de Aquino o cualquier otro tipo de justificación teológica.
Ciertamente no está demostrado científicamente que Dios exista, pero tampoco está demostrado que no exista.
Con la creencia o no en la existencia de Dios sucede lo mismo que con todos los sentimientos, ni el amor, ni la amistad, ni la alegría, ni la tristeza… pueden ser comprobados ni medidos con ningún método científico. Y, sin embargo, están ahí, existen.
Es aquí donde entra en juego la fe. La fe es un sentimiento basado en la confianza, confianza en que algo que no vemos existe y es real. Y, como todo sentimiento, no podemos obligarnos a que surja dentro de nosotros. Por eso consideramos que la fe es un don, un regalo de Dios. Pero sí podemos buscar la fe, buscar respuestas a las preguntas por el sentido de nuestras vidas y por el origen y destino final de las mismas. Jesús nos alentó a buscar sin descanso esa fe que nos llevaría a la plenitud en nuestras vidas: “Pedid y recibiréis, buscad y encontraréis, llamad y os abrirán” nos dijo.
Pero lo que realmente hace reflexionar más a mis alumnos es hablarles de experiencias concretas y personales. Así que aprovecho a enumerarles algunos de los muchísimos momentos en los que siento que Dios se ha hecho presente en mi vida.
Sin lugar a dudas, la experiencia con la que siento de manera más radical el sentido de trascendencia de Dios es con el amor.
No en vano, Juan nos dio una de las mejores definiciones de Dios: “Dios es Amor”.
Al poco tiempo de nacer nuestro hijo mayor, Iván, descubrí con bastante claridad la trascendencia del amor. Durante larguísimos minutos me quedaba extasiada mirando sus leves gestos de recién nacido, parpadeos, bostezos, muecas con los labios, los movimientos de sus deditos… sabía que debía empaparme de todo aquello porque esa contemplación tendría un tiempo limitado. Aún hoy, a sus casi tres añitos, sigo quedándome anonadada admirando sus ocurrencias, sus gestos, y todos sus avances. La verdad es que tengo un hijo al que no puedo dejar de besar.
Esa contemplación de mi pequeño me llevó a una reflexión muy clara: amaba con total intensidad y entrega a esa criatura que Dios había puesto en nuestro hogar, pero sabía que no es de mi propiedad ni que duraría para siempre la etapa en la que habría que cuidarlo a cada segundo. Sabía que algún día nos tendríamos que separar, sé que algún día diremos adiós a esta vida que conocemos.
Entendí que no era posible que aquel amor tan intenso pudiera acabar nunca, ni siquiera con la mayor de las separaciones, que es la muerte. No podía creer que aquel sentimiento pudiera llegar a tener un punto final, porque entonces, dejaría de ser tan perfecto como yo sabía que es.
De ahí a creer en Dios como ser eterno e infinito sólo hay un paso. Si yo era capaz de sentir algo así… ¿¡cómo sería Aquel que me había creado!? Comprendí de una forma muy clara el sentido de trascendencia de un ser que ha existido y que existirá siempre, de un ser que ha querido que cada uno de nosotros estemos en este mundo, de un ser que nos ama por encima de todo y que garantiza que sentimientos tan puros y tan intensos como el amor que siento por nuestro hijo, duren para siempre, en esta vida y en la que vendrá después gracias a la Salvación que Dios obró en nosotros con la muerte y resurrección de Jesús.
Todo aquel que viva la paternidad, la maternidad, tendrá el privilegio de acercarse a la Trascendencia de un modo muy especial.
La entrega y el amor a nuestro pequeño Iván no puede pasar, ni acabarse, me niego a creer que tras nuestra muerte no queda nada, porque… ¿A dónde irían los miles de besos y caricias que damos a nuestro hijo ni las carcajadas con las que tanto disfrutamos? ¿A dónde irían todos los esfuerzos, entregas y sacrificios que hemos hecho en nuestra vida por amor a los demás? ¿A dónde irían las ilusiones, los sueños, las alegrías y las tristezas que van formando nuestra historia personal? Me niego rotundamente a creer que todo eso tendrá un punto final. Que no tendrá una repercusión más allá de esta vida.
Y es que, el ser humano siempre ha tenido ansias de infinito, seguramente porque hemos sentido que no podía terminarse nunca tanto Amor como hemos vivido y seguimos viviendo.

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La grandeza de hablar con Dios


Cada nuevo curso, cambian las clases y cambian muchos de mis alumnos, pero lo que no cambia es la curiosidad de mis chicos sobre cómo me comunico yo con Dios. "¿Tú le has oído alguna vez?, ¿Es que a ti te habla? ¿Cómo puedes saber qué te dice?" me preguntan.
Lo cierto es que a su edad, la oración era para mí una de mis grandes "asignaturas pendientes".
Desde bien pequeña recuerdo que me inculcaban la importancia de la oración en la familia, en el colegio y en el grupo de niños al que pertenecía (la RIE, cuyo carisma principal es el acompañamiento de Jesús en el sagrario).
Sin embargo, yo no acababa de sentir en mi interior el valor de la oración, porque yo hablaba, sí, pero a mí nadie me respondía. Y esa sensación de soledad fue haciendo de mi oración una obligación sin ningún tipo de aliciente, finalmente, una carga pesada.
Pero dicen que la gracia de Dios es terca, y si encuentra una puerta cerrada busca una ventana.
Él acabó encontrando "esa ventana".
Estaba en mi segundo curso de la carrera de Derecho cuando me invitaron a realizar unos ejercicios espirituales que durarían cinco días.
Reconozco que fue una experiencia dura. De los cinco días, creo que cuatro y medio los pasé entre lágrimas. Y, es que, hacer silencio para encontrarse con uno mismo es doloroso porque te topas de golpe con tus pequeñeces, con tus limitaciones y miserias. Para colmo, era incapaz de sentir la presencia de Dios de una forma especial durante mis ratos de oración de aquellos días y eso hacía que me sintiera aún peor.
Providencialmente, cayó en mis manos un texto en el que se relataba la experiencia de Sta. Teresa de Jesús con la oración. Explicaba que ella vivió nada menos que ¡Quince años de sequía espiritual!, quince años rezando todos los días durante tantas horas... ¿¡Sin sentir nada!? Y sin embargo, llegó a ser una de nuestras grandes místicas, llegó a una unión tan íntima con Dios que se elevaba durante su encuentro con el amado.
Saber aquello me tranquilizó. Si Sta. Teresa pasó por esa sequía ¿cómo podía yo aspirar a sentir a Dios en mi oración íntimamente sin haberme esforzado a penas nada?
El quinto día de los Ejercicios descubrí que la comunicación con Dios es un don, un regalo. Y Dios quiso hacerme partícipe de él, a pesar de no tener méritos.
Fue una canción, en una de las últimas reflexiones que nos dieron, la que hizo que saltaran los cerrojos de mi ventana y ésta se abriera de golpe. En ella Cristo nos decía: "Nadie te ama como yo. Mira la cruz, fue por ti, fue porque te amo".
Sentí que si Dios me había creado tal y como era, y que me amaba a pesar de mis miserias, ¿quién era yo para rechazarme a mí misma? No valorarme como persona suponía una ofensa a Dios, que me quiere tal y como soy. A su vez, eso mismo me comprometía a mejorar, pero con la serenidad de hacerlo bajo el amparo del Ser que mejor me conoce y más me ama.
Parece increíble ver cómo las tinieblas desaparecen de forma tan fulminante.
Dios actúa así, unas veces con la suavidad de la brisa, otras con la fuerza del huracán.
Desde aquel momento, leer las Sagradas Escrituras en mis ratos de oración se convirtió en uno de los momentos más iluminadores de mis días. Quedarme serenamente contemplando la presencia del Señor en el Sagrario, un encuentro personal que me llena de paz y seguridad.
Enseñar a rezar es una tarea muy complicada, la oración es una búsqueda y un encuentro. Lo que sientes no puede aprenderse de otros, aunque puedan ayudarte. Cada uno debe vivir su propia experiencia para entender lo que supone.
A mis alumnos les digo que puedo intentar describirles con grandes palabras cómo siento que mi alma se llena cuando "escucho" a Dios (es semejante a lo que se siente al contemplar una obra hermosa o una música que nos eleva), pero que nunca llegarán a entenderlo hasta que tengan su propia experiencia personal. Lo mismo sucede con el amor, hasta que uno no se enamora no llega a comprender el verdadero alcance de los miles y miles de palabras que se han escrito sobre el amor.
Y es que, el encuentro con Dios, es un encuentro con el Amor.

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Un nuevo amanecer


Si tuviera que escoger el día más feliz de mi vida, me resultaría bastante complicado. Dios me ha bendecido con una innumerable cantidad de momentos maravillosos.
Sin duda, uno de los mejores fue el del nacimiento de nuestro pequeño Iván.
Apenas habían comenzado a pasar las primeras horas del día cuando unas molestias extrañas me despertaron de un plácido sueño. Volví a quedarme dormida. No había pasado una hora cuando nuevamente me despertaron molestias similares pero más intensas. Mi falta de experiencia hizo que dudara durante un buen rato si aquello podría ser el aviso de que nuestro hijo ya quería ver el mundo.
El caso es que ya no pude dormir más y al poco tuve que levantarme, pues me encontraba más cómoda de esa manera.
Me asomé a la ventana. La claridad del nuevo día empezaba a apoderarse de la ciudad. Aquel nuevo amanecer tenía una gran relevancia para mí, sabía que antes de que el sol se pusiera aquel 24 de mayo, Iván ya estaría entre mis brazos.
Las molestias aumentaban de intensidad y cada vez se sucedían con mayor frecuencia. Sonreí, puse mis manos en la barriga y susurré: "Tranquilo campeón, juntos vamos a hacerlo muy bien". A las dos menos veinte de la tarde ponían a nuestro chiquitín sobre mí. Aquella fue la primera vez que los dos nos miramos a los ojos. En ese instante experimenté con gran intensidad lo que supone el milagro de la vida. Su pequeño cuerpo tembloroso me transmitió una calidez y una ternura desconocidas hasta entonces para mí. Cogí sus diminutos deditos que se agarraban con fuerza a la vida y poco a poco se fue tranquilizando.
En ese momento sentí que nada más debía existir en el mundo salvo la felicidad por esa nueva vida a la que yo estaba íntimamente unida desde hacía nueve meses.
Tagore decía: "Cada recién nacido viene a decirnos que Dios aún no se decepciona del hombre"
A través de nuestro hijo, Dios me estaba diciendo lo enamorado que sigue estando de la humanidad.
¡¿Cómo no estarlo?! Somos la mejor obra de su creación. Lo supe con certeza al tener a mi hijo en brazos. Porque él me pareció, simplemente, perfecto.
Aquella experiencia cambió mi manera de ver y de sentir al ser humano, y apreciar de manera más consciente la enorme riqueza que poseen todas las personas que Dios va poniendo en mi camino. Valorar la vida de mi pequeño como el mayor de los tesoros hizo que entendiera aún más que la vida de cada uno es un gran plan de Dios para amar y ser amados, para enriquecernos unos a otros, para dotar de color y de sentido a nuestras existencias.
Deberíamos aprender a celebrar mucho más el don de la vida. Deberíamos conmovernos con cada nuevo nacimiento, con cada nuevo amanecer, porque son un mensaje de esperanza.
De esa manera nadie creería ya que la opción de terminar voluntariamente con un embarazo es algo positivo, incluso beneficioso.
Ya lo he dicho en otras ocasiones: ¡cada vida es única e irrepetible! Si terminamos con ella... ¿qué será de toda la riqueza que viene a traer al mundo? ¿A dónde irá todo el amor que esa nueva vida ya no podrá dar ni recibir? Si terminamos con ella, todos salimos perdiendo, porque siempre quedará un proyecto de vida sin realizar, un enorme hueco sin cubrir.


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¿Por qué Dios ha permitido que pasara lo de Haití?

Ésa es la pregunta que más he oído durante los últimos días, tras la tremenda catástrofe que sufrieron el pasado 12 de enero en Haití.
Es curioso, sólo nos acordamos de Dios en momentos tan terribles y lo hacemos, además, para culpabilizarle por lo sucedido. En estos momentos hablamos de Dios como si Él disfrutara haciendo esta clase de “anti-milagros”
La pregunta acerca de dónde está Dios cuando suceden cosas injustas y terribles es difícil de contestar, y a veces, algunas personas han empleado este argumento para alejarse de Él hasta el punto de llegar a negar su existencia.
Dar sentido al sufrimiento es una cuestión que nos ha traído de cabeza desde siempre a toda la humanidad.
Para poder dar respuesta a esa pregunta debemos partir de la base de que Dios no actúa con maldad. Jesucristo nos reveló la existencia de un Dios padre y madre que nos ama profundamente. Él no quiere nuestro dolor ni nuestro sufrimiento. Él sufre cuando nosotros sufrimos porque sufre por amor. ¿Es que puede haber alguien que desee el dolor de aquellos a los que ama?
Pero hay dos tipos de males: uno físico y uno moral.
El mal físico que surge como consecuencia de la finitud. El mundo, nosotros, somos finitos, limitados: no podemos ser todo a la vez.
Además, existen unas leyes naturales fijas que Dios no cambia a su antojo, para que de esa manera podamos estudiarlas y dominarlas poco a poco con nuestro esfuerzo. Si Dios cambiara esas leyes de manera aleatoria según en qué momentos, nosotros no podríamos llegar a comprenderlas ni predecir lo que va a suceder y, por lo tanto, actuar frente a ellas.
Dios ha puesto en nosotros la inteligencia para que podamos vencer esos males físicos y dominar determinadas situaciones.
El mal moral surge como consecuencia del abuso que hacemos de nuestra libertad. El hombre no se distingue del animal solamente porque es capaz de un mayor altruismo, sino también porque es capaz de una mayor malicia y refinada crueldad. De hecho gran parte de los males que deploramos son producto directo de la voluntad humana.
Y así como Dios ha puesto en nosotros la inteligencia para poder vencer los males físicos, también nos ha llenado de su Espíritu para vencer el mal moral, y emplear nuestra libertad para hacer el bien y no para hacernos daño unos a otros.
De esta manera nos muestra que Dios sí quiere luchar contra el mal, pero lo hace por medio de nosotros.
Por último, es necesario que procuremos comprender, hasta donde podamos, las causas del mal, pero después también será necesario saber guardar respetuoso silencio ante este gran misterio del mal y del sufrimiento que supera nuestra capacidad.
También debemos tener presente que Dios se hizo hombre para compartir nuestra existencia, sufrió el mal y el dolor a lo largo de toda su vida. Pero tras su muerte vino la resurrección que es la victoria definitiva de Jesús sobre el mal y sobre el sufrimiento.
Yo también siento un profundo dolor y una gran indignación ante lo que ha pasado en Haití. Pero mi indignación no va dirigida hacia Dios. A mí lo que realmente me indigna es que no se hayan tramitado las labores de rescate con la celeridad ni la diligencia necesarias para salvar el mayor número de vidas posible. Que no se hayan puesto en marcha las atenciones primarias con rapidez y orden para abastecer a tantas personas que vagan por las calles en busca de agua o algún alimento para poder sobrevivir. Muchos son los recursos que se han trasladado hasta allí pero ¿cuánto tiempo han tardado esos recursos en llegar a manos de quienes realmente lo necesitan? ¿Por qué no hemos corrido más para socorrer de una forma eficaz al pueblo haitiano? ¿Por qué hemos tardado tanto en cubrir la carencia de infraestructuras básicas para atender a tanta gente que lo está necesitando?
Yo siento mucha indignación sí, pero es por todos aquellos que desde la comodidad de nuestras vidas y desde nuestras casas seguimos engullendo los recursos que pertenecen a los países más necesitados, con un afán desmesurado de consumismo sin límites. Mientras que a ellos les dejamos las “migajas” de lo que sobra tras haber saciado todos y cada uno de nuestros deseos. Así, es como ellos quedan desprotegidos para poder afrontar este tipo de desastres naturales con mejores medios.

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La mirada de Dios

El 4 de abril de 2004, ya de noche, asistí con gran respecto y expectación al estreno en España de la Película de Mel Gibson “La Pasión de Cristo”. Fuera de las polémicas levantadas por ella en todo el mundo, yo quedé admirada de algo excepcional: LA MIRADA DE CRISTO
Si uno ve más allá de las heridas y laceraciones en el cuerpo de aquel actor que representaba a Cristo y se fija en su mirada, comprobará cómo transmite todo un mundo de amor, comprensión, fidelidad, ternura, aceptación.
Y desde entonces, yo me pregunté: ¿Cómo será la verdadera mirada de Dios?
¿Cómo miró Jesús al joven rico, aquel que se dio la media vuelta entristecido porque Jesús le pedía demasiado?
¿Cómo miró Jesús a sus discípulos que estaban aterrados por la tormenta que azotaba su barca en el mar de Galilea cuando les preguntó: “¿Por qué tenéis miedo? ¿Es que aún no tenéis fe?”?
¿Cómo miró Jesús a la mujer adúltera cuando le dijo: “Yo tampoco te condeno”?
¿Cómo miró Jesús a la mujer samaritana cuando le dijo: "Si conocieras el don de Dios”?
¿Cómo miraba Jesús a su madre desde la cruz?
¿Cómo miró Jesús a Pedro cuando le preguntó: “Me amas”?
¿Cómo miró a los niños que correteaban a su alrededor, que se acercaban y jugaban con él? Los más pequeños sí supieron descubrir la grandeza de la mirada de Jesús, por eso no podían dejar de correr hacia Él a pesar de que los mayores insistían en que lo dejaran tranquilo. Porque cuando somos niños sí sabemos mirar, con el paso de los años se nos va olvidando darnos cuenta de las cosas magníficas que a cada momento pasan a nuestro lado.
Sólo observando la inocencia y la capacidad de admiración de un niño uno puede ver lo mucho que los adultos nos estamos perdiendo porque nos hemos olvidado de mirar.
¿Cómo alguien fue capaz de escapar a la mirada de ese hombre, una mirada llena de puro DON? Su mirada tenía, sin duda, que llenar el alma de un soplo de aire fresco, al principio dejaría sin respiración, luego traería consigo una ráfaga de luz y alegría imposibles de olvidar. ¿Cómo pudo haber alguien que no supiera ver en Cristo esa mirada de DIOS?
Tras estas reflexiones, cada vez que asistía a la Eucaristía y llegaba el momento de la Consagración del Pan y del Vino, yo me quedaba extasiada imaginando cómo sería la verdadera mirada de Jesús en ese momento de entrega absoluta, sin condiciones, sin esperar recibir nada a cambio, durante la Última Cena.
Luego, como si me volviera un poco niña otra vez, comenzaba a descubrir a mi alrededor miradas de Dios por todos lados: en las risas cristalinas de los más pequeños, en la mirada de aquellos que sólo buscan amabilidad y agradecen una sonrisa como el mayor de los regalos, en la de aquellos que lo están pasando mal por diversas situaciones de la vida y ven un poco de luz en tus gestos y palabras, en los amigos que vienen a visitarte cuando estás enferma. Miradas de Dios en el anochecer naranja del otoño, en los campos verdes de primavera, en el rayo de sol que se cuela entre nubes negras. Miradas de Dios en las caras de aquellos a los que amas. Miradas de Dios…
La clave está en aprender a mirarlo todo como si fuera la primera vez que lo vemos, como cuando éramos niños. Es entonces cuando Dios se nos descubre de manera sorprendente e infinita.
Mis alumnos me preguntan muchas veces cómo es el Cielo, y esperan que les dé una descripción detallada del ritmo de vida que allí se lleva, de las estancias, del clima, de las diversiones, de las relaciones personales...
Pero si, una sola vez en nuestra vida, vemos la mirada de Dios, podremos averiguar cómo es el Cielo: una mirada de Dios que durará para siempre.

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