Y… al fin llegó ella

Muchas veces pensamos que el hecho de que nos sucedan cosas a las que calificamos de buenas o malas depende de nuestra mejor o peor suerte.

En realidad, considero que somos nosotros mismos quienes podemos influir en nuestra buena o mala suerte en función de la actitud que tomemos ante las distintas circunstancias de la vida.


Es propio y natural en el ser humano sentir inquietud e, incluso, miedo ante un futuro que nos esforzamos minuciosamente en planificar pero que, en último término, no podemos dominar.


Sin embargo, debemos tener en cuenta que la actitud que adoptamos ante la vida va a condicionar en gran medida lo que nos suceda.


Para tener lo que llamamos “buena suerte en la vida” alguien aconsejaba dos cosas: la primera, estar atento a las oportunidades que la vida nos va ofreciendo, y la segunda, valorar lo que nos sucede con optimismo.


Sin duda alguna, para aquellos que tenemos fe en un Dios misericordioso, es decir, un Dios que sufre con nuestro sufrimiento y que goza con nuestras alegrías, resulta mucho más fácil encontrar el lado positivo de las cosas porque les encontramos un sentido que va más allá de lo que podemos captar a simple vista.

Por eso, una persona creyente debería saber enfrentarse al dolor con mayor entereza. Un denominador común en todos nosotros es la vivencia de experiencias dolorosas. Nadie puede conseguir que no haya situaciones de sufrimiento a lo largo de su vida pero lo que sí podemos es decidir cómo enfrentarnos a él.


La aceptación del dolor, ya sea físico o psíquico, es diferente en cada persona, porque depende de una cuestión fisiológica, de la autodisciplina de cada uno y del sentido que demos a ese dolor.


Precisamente, el nacimiento de nuestra pequeña Clara ha supuesto para mí una experiencia profunda sobre cómo enfrentarse al dolor, físico en este caso, con optimismo y sobre cómo ver que todo dolor da sus frutos. En un parto, esos frutos son inmediatos, por eso es más fácil dar un sentido a ese dolor. Pero debemos ser conscientes de que ningún dolor es estéril porque todos los sufrimientos antes o después, dan muchos y buenos frutos.


El día 7 de octubre, de madrugada (¡nuevamente de madrugada! Tengo unos hijos muy tempraneros) “rompí aguas”, el mar en el que había estado flotando mi pequeña comenzaba a desaparecer.


Lo que sientes cuando eso sucede es muy contradictorio, por un lado tienes una gran ilusión porque al fin llega el momento en el que podrás abrazar a tu hija, por otro lado tienes una gran inquietud sobre cómo saldrán las cosas. Confías en que todo vaya bien pero… siempre hay algún hueco por el que se cuelan las dudas y los temores.


Sabía que hacía falta algo más que romper la bolsa del líquido amniótico para que el parto siguiera adelante, y ésas eran las tan “temidas” contracciones. Es curioso ver en las clases de preparación al parto a muchas madres que aún no han pasado por el momento del nacimiento de sus hijos, que afirman que prefieren que les practiquen una cesárea para no tener que enfrentarse a ese dolor del que tantas veces han oído hablar.


Nos hemos ido debilitando tanto que nos negamos a afrontar cualquier tipo de dolor, ni siquiera uno tan natural e inherente a la mujer como es el de dar a luz.


Cuando comenzaron las contracciones, las recibí con bastante ilusión ya que, con la bolsa rota y sin contracciones, la niña podía acabar sufriendo algún tipo de complicación.


A medida que aumentaban en intensidad, también aumentaba mi alegría porque sabía que cuanto más dolorosas fueran, más me acercaba al gran momento. Ese dolor tan profundo traía consigo el mejor de los frutos: una nueva vida. A primera hora de la tarde nació Clara.


(Desde aquí deseo agradecer su acompañamiento y atención a todo el equipo sanitario que me atendió. Especialmente a mi matrona, Rebeca)


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