¡No tengáis miedo!



La necesidad de seguridad está catalogada como una de las necesidades humanas.

Cualquier acontecimiento que suponga un cambio en nuestra vida produce una tensión o un miedo ante lo desconocido. ¡Es tan humano sentir miedo! ¡Es tan humano que nos duela el miedo!

Sentimos miedo, por supuesto, cuando suceden hechos imprevistos, cosas que llegan de golpe y sin avisar, más aún cuando apreciamos que son hechos negativos. Nos aterra tener que enfrentarnos a la enfermedad propia o de algún ser querido, quedarnos sin empleo, el fallecimiento o la desaparición de alguien a quien amamos. Cuando escucho en los informativos o me cuentan mis amigos las tristes noticias de este tipo de sucesos me encojo, siento miedo, miedo por ellos, me pregunto cómo serán capaces de sobreponerse a una situación tan complicada y miedo por mí, casi hasta huyo de pensar en que pueda sucederme algo similar. Son dramas a los que nadie deseamos tener que enfrentarnos.

Es más, aunque esos cambios los consideremos positivos en nuestras vidas o incluso los hayamos elegido nosotros mismos y sean la respuesta a una vocación concreta: un cambio de trabajo, un nuevo hogar, la llegada de una nueva vida…, Aunque la ilusión nos ayude a mirar hacia delante con optimismo y entusiasmo, también hay un espacio para el “vértigo”, miedo a que la nueva situación pueda superarnos en algún momento. Es una semilla de inseguridad que no debiéramos dejar crecer.

Al principio de curso hacemos en clase con los alumnos más pequeños una sencilla actividad en la que les pregunto qué cualidad consideran que no poseen y les gustaría alcanzar. Muchos de ellos me han respondido: la seguridad.

El miedo nos paraliza, nos hace sufrir, nos cambia el humor. El miedo hace que reaccionemos de forma dolorosamente defensiva. El miedo hace que nos enfademos, que nos rebelemos, que gritemos, que lloremos angustiados.

El temor ante lo desconocido es algo que me ha preocupado mucho a lo largo de mi vida. Creo que el miedo surge por el hecho de no considerarnos capaces de poder afrontar determinadas situaciones.

Por eso, uno de mis pasajes preferidos del evangelio de Lucas es éste:
“¿No se venden cinco gorriones por dos cuartos? Pues ni de uno solo se olvida Dios. Hasta los pelos de vuestra cabeza están contados. Por lo tanto, no tengáis miedo: no hay comparación entre vosotros y los gorriones.”

Es fascinante pensar que Dios nos acompaña cada segundo, que nada sucede sin que Él esté ahí, disfrutando con nosotros o llorando a nuestro lado. Sentir su presencia nos da esa seguridad que necesitamos, la seguridad de que Él nos dará la sabiduría necesaria para poder afrontar lo que venga, con serenidad y fortaleza.

"¡No tengáis miedo!" fueron también las primeras palabras que escogió Juan Pablo II cuando inauguró su pontificado el 22 de octubre de 1978 y las lanzó al mundo entero, sorprendiéndole, desde la Plaza de San Pedro en el Vaticano.
Benedicto XVI, a su llegada a Barajas el pasado verano nos dio otro mensaje que iba en la misma dirección: “Yo vuelvo a decir a los jóvenes, con todas las fuerzas de mi corazón: que nada ni nadie os quite la paz; no os avergoncéis del Señor. Él no ha tenido reparo en hacerse uno como nosotros y experimentar nuestras angustias para llevarlas a Dios, y así nos ha salvado”.
Jesús afrontó la realidad del mal a lo largo de toda su vida. Luchó contra el mal provocado por la injusticia de las personas, curó sufrimientos del cuerpo y del espíritu y, lo más importante, experimentó nuestro propio sufrimiento (cansancio, dolor, hambre, sed, malestar físico) al encarnarse y hacerse uno más de nosotros.

Pero también llegó a experimentar la injusticia en su propia carne, una condena injusta le llevó a la cruz donde compartió con nosotros la experiencia más radicalmente humana: la muerte.

En Jesús encontramos a un Dios que se hace hombre para compartir nuestra propia existencia, pero no se detiene ahí. Tras la muerte viene la resurrección, la victoria de Jesús sobre el mal y el dolor.

Los cristianos, cada vez que sufrimos debemos sentirnos acompañados por Jesús resucitado. También nosotros estamos llamados a la victoria final frente al mal y el dolor.


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