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Conexión espiritual

Es bastante evidente que, hoy, los cristianos estamos en el punto de mira, que no se habla bien de nosotros, que se busca la menor oportunidad para sacar de contexto determinadas situaciones y aprovecharlas para echarnos por tierra, llegando, incluso, al insulto y a la burla.


Está claro que los cristianos, ahora, debemos afrontar una etapa dura, pero no por eso podemos desfallecer ni rendirnos sino que debemos plantearnos que es también un momento propicio para purificar y fortalecer nuestra vida de fe.


También debemos ser conscientes de que en este momento tendríamos que vivir más unidos que nunca entre nosotros.


Uno de los legados que Jesucristo nos dio en la Última Cena fue su Nuevo Mandamiento: “Amaos los unos a los otros. Como yo os he amado, así también amaos los unos a los otros. Por el amor que os tengáis los unos a los otros reconocerán todos que sois discípulos míos”.


¡Ésa es la clave! Amarnos los unos a los otros. Sólo amándonos podrán reconocer a Cristo presente en nuestras vidas. Pero, ¿cómo podemos llegar a hacerlo?


Hace años, una amiga que vivía en otra ciudad, solía despedirse de mí en sus cartas con un: “Nos vemos en la Eucaristía”.


La primera vez me sorprendió mucho aquella despedida, poco a poco fui descubriendo y saboreando la trascendencia de sus palabras.


Todos los que participamos en la Eucaristía estamos compartiendo la celebración de un mismo sacrificio en un mismo altar y comulgamos un mismo pan. Pero me doy cuenta de que casi siempre llegamos a la Iglesia y nos sentamos en medio de una multitud de gente desconocida a la que sentimos ajena a nosotros, y no nos pararnos a reflexionar en que esa multitud está compuesta por personas que comparten con nosotros algo tan profundo que debiera hacernos vivir conectados unos a otros, con una conexión espiritual más fuerte que cualquier limitación o barrera humana, y eso es el Amor de Dios.


¿Por qué no nos sentimos identificados unos con otros si en realidad estamos enamorados del mismo Amor? ¿Por qué nos sentimos extraños y nos tratamos como ajenos a nuestras vidas?


Si tan solo por un instante mirásemos a quienes están a nuestro lado y cayéramos en la cuenta de que existe un vértice superior por el que todos estamos unidos… sería imposible no cambiar nuestra vida de comunidad. Sería imposible no empatizar unos con otros, ponernos en el lugar de los demás.


Si personas muy dispares pero aficionados a un mismo equipo de fútbol, o afines a un mismo partido político son capaces de identificarse… ¿Cuánto más no tendríamos que hacerlo aquellos que amamos al mismo Amor?


Si dejamos a un lado las rencillas personales, fruto de la vanidad en la mayor parte de las ocasiones, las diferencias que carecen de verdadera importancia, las críticas que destruyen, y a cambio ponemos en el centro al verdadero Amor que plenifica nuestras vidas, la unión que Cristo nos pidió se hará realidad entre nosotros de manera natural.


Deseo que hagamos un pequeño esfuerzo para conseguir conectar entre nosotros desde el mismo Amor de Dios, para que al vernos la gente pueda exclamar ahora… como al principio: “¡Mirad cómo se aman!”


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La importancia de permanecer unidos


Ya dediqué una de mis reflexiones a hablar de la unidad entre los católicos, pero deseo retomar ese tema porque me duele mucho ver cómo, entre nosotros, no obramos como Jesús nos pidió.
Escucho en los ataques externos a la Iglesia que estamos divididos y deseo creer que nuestra fe en Jesucristo prevalece por encima de nuestros propios intereses. Pero asisto en numerosas ocasiones a un hecho muy doloroso que es el de tener que escuchar cómo entre los nosotros nos lanzamos acusaciones y nos ponemos etiquetas llamando a unos “progresistas” y a otros “conservadores” con la clara intención de despreciarnos.
Nuestra Iglesia es Católica, y católico significa Universal, por eso considero que estamos haciendo lo contrario a la voluntad de universalidad de Dios, de su mensaje y de su salvación, al ponernos esas etiquetas y crear barreras entre nosotros.
Por desgracia, estas desavenencias y desencuentros no son nada nuevo en la historia de la Iglesia. San Pablo se esforzó en transmitirnos la importancia de permanecer unidos.
Parece que aún está en plena vigencia la exhortación que nos hace en su primera carta a los Corintios: “Yo, hermanos, no pude hablaros como a quienes poseen el Espíritu, sino como a gente inmadura, como a cristianos en edad infantil. Os di a beber leche y no alimento sólido, pues todavía no lo podíais asimilar. Tampoco ahora podéis, pues seguís siendo inmaduros. Porque, mientras haya entre vosotros envidia y discordia ¿no es señal de inmadurez y de que actuáis con criterios puramente humanos? Cuando uno dice "Yo soy de Pablo", y otro "Yo soy de Apolo", ¿no procedéis al modo humano? Porque, ¿qué es Apolo y qué es Pablo?... ¡Servidores, por medio de los cuales llegasteis a la fe!, cada uno según el don que el Señor le concedió”. (1 Cor 3, 1 – 5)
En la carta a los Romanos, se utiliza una imagen muy pedagógica para describir a la Iglesia: somos el Cuerpo de Cristo. “Porque como en un cuerpo hay muchos miembros y no todos tienen la misma función, así también nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo al quedar unidos a Cristo”. (Rom. 12,4 - 5)
Cada uno de nosotros tenemos diferentes dones, diferentes cualidades, aptitudes o capacidades, según sea el don recibido así deberá ser nuestra función dentro de la Iglesia.
Vuelvo a la primera carta a los Corintios: “Hay diversidad de dones, pero el Espíritu es el mismo. Y hay diversidad de ministerios, pero el Señor es el mismo. Y hay diversidad de actividades, pero Dios, que hace todas las cosas en todos, es el mismo. A cada uno se le concede la manifestación del Espíritu para el bien de todos” (1 Cor 12, 4 - 7).
Y no debemos considerarnos superiores a los demás, porque nuestra cualidad es un regalo recibido de Dios para el servicio de todos los miembros del cuerpo, ni tampoco debemos criticarnos unos a otros por tener cualidades diferentes: “Aunque hay muchos miembros, el cuerpo es uno” (1 Cor 12,20). No podemos decirnos unos a los otros que no nos necesitamos. Ni andar con envidias o desavenencias.
Todos somos templos de Dios en los que habita el Espíritu Santo, por eso no tenemos que destruirnos unos a otros, porque el templo de Dios es sagrado y nosotros somos ese lugar en donde Él habita. Por eso se nos pide que hagamos lo posible por vivir en paz con todos los hombres. (Rom. 12, 18)
“No te dejes vencer por el mal, antes bien, vence al mal con la fuerza del bien” (Rom. 12, 21)
Es triste que andemos enfrentados en nombre de la verdad porque solo hay una Verdad que es Cristo: Camino, Verdad y Vida. Y Él nos dejó como legado un mandato que nos serviría para que siempre estuviéramos unidos: “Amaos los unos a los otros”.

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Vivir en Comunión



Llevo unos meses haciendo un curso de formación dirigido a los profesores de religión y uno de los temas que hemos tratado es el de la Iglesia.

Ante ciertos acontecimientos recientes que han sido bastante difundidos y otros menos conocidos pero demasiado habituales en la vida nuestra Iglesia, deseo hacer hoy una reflexión sobre una de las cuestiones que hemos visto en el curso: la "Espiritualidad de la Comunión".

San Pablo nos regaló una imagen preciosa de la Iglesia: ella es el Cuerpo de Cristo. Cristo es cabeza de la Iglesia y todos los que formamos parte de ese cuerpo, somos sus miembros.

Con esta imagen es fácil sacar conclusiones muy claras:

- Como en el cuerpo, cada miembro tiene una función muy concreta y diferente a la del resto de miembros.

- Todas las funciones son importantes, o ¿acaso no se resiente el cuerpo si falla cualquier función por insignificante que pueda parecernos?

Es por esto por lo que en la Iglesia debemos aprender a vivir la Espiritualidad de comunión, ya que la lucha interna de unos miembros contra otros sólo consigue hacer que se resienta todo el cuerpo.

Pero, ¿qué es exactamente la Espiritualidad de comunión?

La Espiritualidad de comunión es sentir en nuestro interior el misterio de la Trinidad, que es la unión amorosa del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y trasladar a nuestro vivir cotidiano y a nuestras relaciones con los demás ese amor que nos une de una forma auténtica, en la que cada uno mantenemos nuestra propia identidad pero, a su vez, hacemos de nuestra vida un reflejo de la misericordia de Dios, sufriendo con el hermano que sufre, gozando con el que goza, estando pendiente de sus necesidades para poder atenderlo desinteresadamente. Así es como Dios nos ama.

La espiritualidad de la comunión es, por tanto, vivir rechazando constantemente la tentación del individualismo, del egoísmo, del orgullo.

Respetar y apreciar la función de los otros miembros.

Olvidarnos de la competitividad en la que estamos inmersos, cambiar nuestro ritmo de “carrera” por el de “marcha” durante la cual se acompaña, se apoya, se dialoga, nos interesamos por el otro. Poniendo mucho cuidado y todo nuestro empeño por hacer las cosas lo mejor posible ya que van dirigidas a los demás, que son hermanos nuestros y a los que estamos unidos por una misma cabeza, un mismo Dios que nos ama y nos enseña a amar. “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida”.

La espiritualidad de comunión debería ser el principio educativo en todos los lugares donde se forma al ser humano y, en concreto, al cristiano, tanto en la Iglesia (parroquia, seminarios, grupos de jóvenes...), como en la escuela y en la familia.

Es muy importante que se eduque en esta espiritualidad para poder empezar a vivirla en todos los ambientes.

El otro día, una amiga se quejaba de que estamos fomentando desde la escuela, desde las familias, desde los medios de comunicación, un estilo de vida pasivo en el que quien más se aprovecha del esfuerzo y del trabajo de los demás, más gana.

Frente a este estilo de vida, los cristianos debemos fomentar la espiritualidad de la comunión, para hacer de las nuevas generaciones gente responsable, que trabaja y se esfuerza y, también, que ayuda a los demás a alcanzar sus propias metas.

Poco antes de nacer mi hija hubo una persona que me dijo: “¡Pobrecita!¡A qué mundo va a venir!”. En un primer casi le doy la razón, sin embargo enseguida caí en la cuenta de que habría sido un error lamentarme con ella, así que le contesté: “Precisamente por eso debemos enseñarle a mejorarlo”.

Parece una utopía pero es bueno luchar por alcanzar esta espiritualidad para que los cristianos podamos seguir transformando el mundo, como así ha sido desde hace dos mil años.

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Sed uno


Se suele decir que "Medio mundo habla del otro medio" y no precisamente bien, en la mayoría de las ocasiones.
Sentimos un extraño placer cotilleando y haciendo críticas a los demás. Esto se debe, seguramente, a que no estamos demasiado satisfechos con nuestras propias vidas y al rebajar a los demás encontramos la forma más rápida de dejarlos a nuestro nivel. Sin embargo, no nos damos cuenta de que haciendo esto nos degradamos aún más a nosotros mismos.
Alguien dijo "Si buscas el mal en los hombres, lo acabarás encontrando". ¡Claro!, porque todos tenemos defectos y actitudes muy mejorables. Si vamos mirando a los demás como un detective que va buscando de manera minuciosa e infatigable esos defectos, es seguro que terminaremos topándonos con ellos.
Sería estupendo empezar a cambiar de actitud. Jesucristo nos aconsejó: “No juzguéis y no seréis juzgados”. ¡Qué bien conocía nuestra naturaleza dañina y cruel para con los demás!
Todos poseemos cosas criticables, sin duda. Pero es igual de cierto el hecho de que todos tenemos grandes cualidades de las que podríamos enriquecernos si aprendemos a mirar más allá de la barrera de las limitaciones y de los fallos de los demás.
Por supuesto, hay personas con las que empatizamos mejor que con otras, pero eso no es excusa para machacar con comentarios demoledores y, casi siempre, a sus espaldas, a aquellas personas que no nos caen tan bien.
No hace mucho tiempo hemos celebrado la semana de oración por la unidad de los cristianos y se nos recordaban estas palabras de Jesús: "Sed uno, como mi Padre y yo somos uno".
Estas palabras son el motivo que debe llevarnos a la construcción de puentes entre las distintas confesiones cristianas que a lo largo de los siglos se fueron desgajando de la unidad inicial.
Pero a mí me han hecho reflexionar desde otra perspectiva, la de las relaciones personales.
La invitación a ser uno que Cristo nos hace, debe ser una llamada a la unidad de todos los seres humanos. Suena a auténtica utopía, pero… ¿¡Qué sería del mundo, de la historia, del hombre sin utopías!? El mismo Jesús nos reveló la fórmula para conseguirlo: "Amaos los unos a los otros".
Sólo si aprendemos a mirar con amor a los demás, la utopía estará más cerca de hacerse realidad. El amor es tan paciente que es capaz de cerrar los ojos a cualquier tipo de fallo o defecto. Si empezáramos a mirar a los demás con el corazón y con la suficiente humildad, nos asombraríamos de lo mucho que podemos aprender de cada persona que encontramos en nuestro camino.
Hasta el ser más pequeño, el más sencillo, el más indefenso o el que consideramos más ignorante, puede darnos grandes lecciones.
Deberíamos ser conscientes de que no somos perfectos, ni todopoderosos, ni infalibles… y reconocer que necesitamos a los demás. Que tenemos mucho que aprender de todos ellos.
Ahora me atrevo a decir: Si buscamos el bien en la humanidad, tendremos la gran suerte de encontrarlo.




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