VENID A MI BENDITOS DE MI PADRE
La oración y los sacrificios son las
prácticas más indicadas para alcanzar esa transformación, para llegar a ser
aquello para lo que fuimos creados.
La oración es un espacio de encuentro con
Dios desde lo más profundamente íntimo de nuestro ser.
En la oración no caben disimulos ni
enmascaramientos, somos quienes somos ante nuestro creador.
En la oración aprendemos a conocernos, a
discernir quiénes somos y para qué estamos aquí. Aprendemos a vivir abandonados
en los brazos de Dios y sólo desde ese abrazo amoroso del Padre, uno puede
sacar las fuerzas necesarias para afrontar el día a día bajo la Luz de su Amor.
El sacrificio es un ejercicio de autocontrol.
En clase les pregunto a mis alumnos cuando hablamos de la invitación que se nos
hace al sacrificio, si creen que Dios es un dios sádico que disfruta viéndonos
sufrir por las renuncias, si es un dios morboso que se deleita en nuestros
sufrimientos. Alguno no tarda en responderme que sí, ésta es la percepción que
tienen de Dios.
Pero no, rotundamente NO. Dios es Padre, Padre
Nuestro, Padre que nos ha amado desde antes de ser creados, cuando pensó en
nosotros, ya nos amaba. No debemos dudar de ese AMOR, amor perfecto como
perfecto es Dios, ni debemos permitir que haya el más mínimo resquicio en
nuestro interior donde se cuele la idea de que Dios quiere nuestro dolor.
Entonces, ¿cuál es el sentido de los
sacrificios?
Jesucristo nos transmitió que el amor y la
verdad nos harán libres. Recientemente leía en un libro que la libertad
significa, por encima de todo, ser libre
de nosotros mismos, de nuestro pequeño yo, alimentado por sus caprichosos
deseos y temores.
Sacrificarse cuesta y duele porque es
renuncia, es privación, pero, precisamente, genera esa liberación de nuestro yo
más reducido y pequeño. Nos ejercita en el autocontrol, entrena nuestra fuerza
de voluntad tan necesaria para liberarnos de las ataduras y “necesidades
innecesarias” que han ido esclavizando a nuestro ser.
Ser libres de esas ataduras nos lleva a la
libertad y la libertad a la felicidad. Y ése sí es el auténtico deseo de Dios,
que todos los seres humanos seamos felices, simple y llanamente, porque nos
ama.
Como decía al inicio de esta reflexión,
cuaresma es un tiempo de preparación, aunque deberíamos vivir preparados cada
día del año, estar vigilantes porque “no sabemos ni el día ni la hora”
Y estar preparados consiste básicamente en
vivir el mandamiento del amor.
Vivir amando, pero también gozar amando.
Porque la entrega del amor debe vivirse desde la alegría. El verdadero amor no
vive a “regañadientes” la entrega sino que se complace en ella. Nuestro mundo
está necesitado de amor, nosotros estamos necesitados de amor, ser amados,
pero, sobre todo, aprender a amar desde la Luz y la Verdad de Dios que hace pleno ese amor.
Hemos leído en estos días cómo el evangelio
de Mateo concluye la etapa del ministerio de Jesús con una impresionante
descripción del juicio final. Será un acto de discernimiento sobre nuestra
conducta en la vida.
Lo sorprendente de este juicio es que la
medida que se usará en él es el amor:
“Venid, benditos de mi Padre, recibid la
herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque
tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era
forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me
visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a verme.”
“En
verdad os digo que cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños,
a mí me lo hicisteis.”
El
amor es la clave, sobre todo el amor a
los más pequeños y necesitados ya que el mismo Jesús se identifica con ellos y
lo que hagamos con los demás, se lo hacemos al Él mismo.
Hemos dicho que Dios es Padre Nuestro, el
amor a Dios sólo puede llevarnos a un auténtico sentimiento de amor a la
humanidad.
Decía Pedro Casaldáliga:
Al final del camino me preguntarán ¿has
vivido?, ¿has amado? Y yo, sin decir nada, abriré el corazón lleno de nombres.
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