EL ESPÍRITU, ÉSE GRAN DESCONOCIDO
El Espíritu Santo forma parte de nuestra experiencia diaria pero, no logramos asimilar su presencia, es el gran desconocido. Nos sucede a muchos cristianos como a los efesios cuando Pablo les pregunta si ya había recibido el Espíritu Santo y le respondieron: “Ni siquiera hemos oído decir que exista el Espíritu Santo” (Hch 19,2)
Pasamos nuestros días sin percibir su presencia porque no nos paramos a pensar, a reflexionar nuestra realidad.
San Agustín dice del Espíritu es que es más interior que lo más íntimo mío, si prestáramos atención a la experiencia diaria veríamos cómo es Él quien nos impulsa y dinamiza en cada acción que realizamos que suponga una liberación verdadera para nosotros y para la humanidad porque “El Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor hay libertad” (2 Co 3, 17)
San Pablo habla de las actitudes que demuestran la presencia del Espíritu en nosotros y las llama frutos del Espíritu Santo.
Cada vez que esos frutos se hagan una realidad en nuestro día a día, es por obra del Espíritu:
Cuando venza el amor ante situaciones de orgullo o egoísmo.
Cuando brille la alegría en medio de esa oscuridad que parece no tener fin.
Cuando triunfe la paz y los conflictos quedan sanados.
Cuando surja la comprensión al ponernos en el lugar de los demás.
Cuando reine la amabilidad y tratemos al otro con el respeto y la delicadeza que merece.
Cuando brote la bondad y saquemos lo mejor de nosotros mismos para ofrecérselo a los demás.
Cuando prevalezca la fe y sigamos confiando en medio de duras pruebas.
Cuando actuemos con mansedumbre adaptándonos a las circunstancias y aprovechando las oportunidades que nos ofrece incluso la adversidad.
Cuando logremos ejercer un dominio de nosotros mismos y la paciencia supere a la inquietud y al deseo descontrolado de lo inmediato.
Siempre que ayudamos a otro, siempre que consolamos a alguien, siempre que le defendemos, es el Espíritu quien actúa desde dentro de nosotros. Al actuar desde dentro, porque “el Espíritu se une a nuestro espíritu” (Rm 8,16), su acción puede confundirse con nuestra propia capacidad.
Pero el día en que tomamos conciencia de estar habitados por Dios, es como si naciéramos de nuevo porque “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rm 5,5) y ese descubrimiento nos hace sentir que todo ha sido transformado. Y empezamos a ver el mundo con otra Luz, la Luz del Amor de Dios.
El próximo domingo celebramos Pentecostés, es una fiesta cuya importancia deberíamos redescubrir porque de nada nos habría servido la muerte y resurrección de Cristo si no llega a nosotros su fruto que es el Espíritu Santo.
Jesús afirmaba. “Conviene que yo me vaya, porque, si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito” (Jn 16, 7). Gracias a la participación del Espíritu en Pentecostés, todos quedamos unidos a la divinidad. Es en el Espíritu donde nos hacemos uno con Cristo porque vive en nosotros, y viendo al Hijo por el Espíritu, también vemos al Padre.
Gracias al Espíritu los hombres logramos hacer realidad nuestro deseo: ver el rostro de Dios.
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