ULTREIA 5 Etapa 3ª
ULTREIA 5
Molinaseca- Cacabelos
23,4 km
PRIMERA PARTE
Nueve
de agosto. El móvil vibra a la hora de siempre. Aún es de noche. Al posar las
piernas en el suelo me doy cuenta de que el día de hoy va a ser duro. Las
siento doloridas pero confío plenamente en que se normalizarán a medida que
vaya calentando. De nuevo las rutinas de la mañana, recoger, acomodar bien el
calzado y tomar algo como desayuno. En la entrada del albergue nos reunimos
varios peregrinos que estamos preparándonos para salir, cada uno come lo que
tiene ya que no hay opción de comprar nada salvo un café de máquina.
Nos
despedimos del grupo de peregrinos que aún están arreglándose, acordamos
nuevamente con los “peregrinos de los espaguetis” que nos veremos en el
albergue parroquial de Cacabelos y salimos a la calle. Sigue sin amanecer.
Los
primeros kilómetros hasta Ponferrada podemos hacerlos por la acera. Noto que me
cuesta entonar los músculos y siento algo de debilidad física. Sigo confiando
en que iré cogiendo ritmo a medida que avance.
Caminamos,
un paso, otro paso, charlamos, otro paso más, no dejamos de hablar pero no me
siento nada bien. Mi cuerpo no responde como quisiera.
Ya
no cuento los kilómetros sino los metros, ¡me cuesta tanto seguir andando!
Empiezo
a reconocerme a mí misma que estoy pagado el desgaste de ayer en la bajada
trepidante de Cruz de Ferro. Pero no me arrepiento de haber vivido lo de ayer. ¡¡Disfruté
tanto de esa bajada!!
Se
me hace eterno llegar a Ponferrada, estoy tan debilitada que no acabo de
orientarme, menos mal que Quique recuerda bien el terreno y que no dejan de
acompañarnos las flechas amarillas.
Las
calles del centro de Ponferrada son muy bonitas, pero no siento ninguna gana de
pasear por allí para conocerlo. Cada paso supone un suplicio para mí. Sin
embargo Quique insiste en que vayamos a ver el castillo. La verdad es que
merece mucho la pena aunque no logra hacerme sentir mejor físicamente.
Retomamos
el camino pero tras avanzar unas calles decidimos entrar en uno de los pocos
bares que vemos abiertos a esas horas de la mañana para poder tomar algo
caliente que nos entone. A los dos nos hace falta.
Ahora
sí que pongo toda mi confianza en el té que voy a tomar. Pero no, cada vez que
me levanto las piernas parecen estar más entumecidas y doloridas.
Nos
ponemos de nuevo en marcha. Salir de Ponferrada se me está haciendo inacabable.
Una avenida larga nos lleva a otra más larga y luego a un barrio con una calle,
una esquina, otra calle, otra esquina y más calles, pensar en el fin de etapa
me angustia, le siento lejísimos. Las flechas amarillas siguen ahí, por alguna
extraña razón me reconforta verlas, es como si me acompañaran y me animaran a
dar un pasito más.
Me
sorprende ver pasar kilómetros, nuestra velocidad media está siendo buena
aunque me parezca increíble dado mi estado y mi ritmo.
Pasamos
por varios pueblos. Quique insiste en tomar un descanso pero me cuesta
aceptarlo y le digo que sigamos un poquito más. ¿Por qué me resisto a parar si
me siento tan mal físicamente?
Estoy impaciente por llegar a la meta aunque también sé los
kilómetros no se acortan por mucha voluntad o empeño que uno le ponga.
Además
voy descubriendo los peligros y dificultades que conlleva parar que son el
miedo a volver a retomar el Camino porque duele mucho hasta que los músculos
entran de nuevo en calor y la tentación de rendirme ante ese dolor físico.
O quizá
no quiero parar por orgullo, exceso voluntarismo o simplemente cabezonería y
terquedad, y eso hace que siga caminando a pesar de ir a rastras.
Necesito
un fuerte acto de humildad para asumir que ha llegado el momento de parar a
descansar.
Al
no encontrar un bar que nos convenza acabamos sentados en un banco de la calle
que tiene una máquina de bebidas y una farmacia al lado. No sólo tengo las
piernas agarrotadas sino que los pies empiezan a darme problemas así que me
descalzo y empiezo a colocar tiritas en las pequeñas heridas que van formándose
en los dedos de los pies. El talón derecho me va matando y me fuerza a caminar
de una forma poco natural y eso va produciendo nuevos dolores. Así que también
me doy un masajito en las piernas para ver si logro entonarlas.
Ponerse
en marcha tras esta parada es francamente mortal. Estoy haciendo uso de una
fuerza de voluntad enorme para seguir dando un paso tras otro con constancia y
sin rendirme. A Quique le digo que siga adelante, que no pierda su ritmo por
mí. Él irá más cómodo y yo no me sentiré una carga. Es beneficioso para ambos.
Algunos
peregrinos con los que ya hemos coincidido en otras partes del Camino, al
vernos separados me preguntan dónde está mi hermano y les explico la situación.
Siento mucha paz con la decisión que hemos tomado. Pero cuando más adelante se
encuentran con él le recriminan entre bromas y risas que me haya dejado “abandonada”.
Voy
lentamente, pasito a pasito, casi tengo que pedir permiso a una pierna para
mover la otra. Pero también estoy aprovechando mi espacio de soledad para
meditar y viene una nueva imagen del camino a mi mente: las limitaciones. Tengo que reconocer mis
limitaciones, es como una lección de humildad tras la bajada de la etapa
anterior en la que me sentía casi invencible.
Para
afrontar el dolor físico estoy poniendo a prueba la capacidad de resistencia
que he adquirido durante este duro año en el que he vivido tanto dolor
psicológico. Pero siento algo de frustración, pensaba que esas vivencias me
habrían fortalecido más mi interior. Estaba plenamente convencida de que si era
capaz de afrontar un dolor psicológico tan grande sería mucho más sencillo
afrontar el físico, pero ahora mismo lo estoy poniendo muy en duda. No logro
averiguar cuál de los dos me cuesta más enfrontar, si el dolor físico o el
psicológico.
PARTE 2
Otra
imagen de la etapa de hoy es el acompañamiento.
Cada peregrino llevamos nuestro propio ritmo. Hoy me están adelantando a mí
casi todos y hace falta reconocer humildemente esa limitación para no forzar la
marcha y empeorar mi estado físico.
Pero,
a la vez, cada encuentro supone un aliento: “¡Buen camino!”, nos deseamos. El
hecho de saber que todos vamos hacia la misma meta y lo hacemos sin entrar en
competición y respetando los ritmos de cada uno, es realmente reconforta.
Aunque
pusiera en el último cartel que Cacabelos tan sólo estaba a 6 kilómetros, (lo que
va a suponerme una hora y media más andando). la llegada se me está haciendo eterna por el
calor y el agotamiento. Camino más con la cabeza que con los pies.
El
Camino atraviesa viñedos que me parecen interminables, el sol y el calor
aprietan y siento que me va faltando el aire y las fuerzas. Mi cabeza sigue
caminando y trato de silenciar los lamentos de mi cuerpo.
Cuando
al fin llego a las primeras casas que hay en Cacabelos y mi cabeza empieza a
relajarse al sentir la cercanía de la meta, me doy cuenta de que la anhelada
meta aún no llega. Quique me había informado de que el albergue estaba al otro
lado del pueblo y contaba con ello, pero la calle principal parece no tener
fin. Sin embargo empiezo a tomármelo con humor. Continúo sola, avanzando
lentamente pero sin parar y de pronto me encuentro con la pareja que conocimos esperando
a que nos abrieran el albergue de Rabanal y están a la puerta de un
bar-pulpería, me avisan de que mi hermano está dentro. ¡Oh, qué bendición!
Aunque
aún no hayamos llegado al albergue siento que el descanso está más que
merecido. Entonces pienso en otra imagen: la sanación.
Es
fundamental buscar momentos de sanación.
Dar
masajes a las piernas y al alma.
Alimentar
la batería que se va descargando durante la etapa.
Darse
pequeños y sencillos homenajes y que los disfrutemos y exprimamos al máximo.
En
ese punto de la calle nos vamos reuniendo varios peregrinos y comentamos
nuestras experiencias. Es mi momento de sanación.
Quique
sale del bar con una consumición y un pinchito que le han regalado con ella ¡Es
pulpo, y está riquísimo! Tan rico que decidimos comer allí mismo antes de ir al
albergue. Pedimos un bocadillo… ¡de pulpo! El primero que como en mi vida.
¡Está impresionante!
Sentados
en la calle con nuestro súper bocata, disfrutamos del encuentro con los
peregrinos que van pasando, a algunos les contagiamos nuestro entusiasmo
gastronómico y se acaban parando también a disfrutar del fantástico pulpo.
¡Menuda
recompensa a los esfuerzos del día me he encontrado antes de finalizar nuestra
etapa!
Esto
forma parte de las sorpresas del Camino. Redescubro la importancia de saber apreciar las “pequeñas cosas” de la vida,
aunque el bocadillo, de pequeño, tenía poco.
Tras
el merecido homenaje cargamos la mochila y volvemos al Camino con la serenidad
de saber que ya no queda casi nada para llegar al albergue parroquial.
La
hospitalera que nos recibe es muy agradable, llegamos encantados con nuestra
experiencia culinaria. Mientras esperamos a ser registrados aparecen Marcelo,
Martín y Jesús. ¡Qué gran alegría al ver que todos hemos terminado según lo
acordado!
La
hospitalera nos dice que da gusto ver a peregrinos así de contentos y Quique le
contesta que no tiene sentido hacer el camino para ir amargado pero ella le
responde que, por desgracia, hay muchísimos peregrinos que lo viven desde la
queja y la amargura. ¡Qué lástima me da de ellos!
Como
ya hemos comido, sueño con tirarme en la cama pero antes hay que hacer un
pequeño esfuerzo más, las rutinas: ducha y lavar ropa.
Está
la peregrina francesa, me emociona volver a encontrarla. Las dos charlamos
alegremente durante la ducha y el lavado de la ropa, compartiendo nuestros
dolores dándoles un toque de buen humor. Me resulta admirable su esfuerzo y
empeño a pesar de sus problemas de salud.
Mi
siesta es larga, muy larga. Tengo ganas de mojar de nuevo mis pies en el río y
disfrutar de las imágenes preciosas que ofrece el pueblo de Cacabelos, pero no
me hago la fuerte esta vez, reconozco mis limitaciones y que debo reponerme
bien hoy si quiero seguir avanzando mañana.
Lo
que queda de tarde trascurre relajadamente. Hemos quedado con los “peregrinos
de los espaguetis” en el patio de un hotel para disfrutar de un tiempo de
encuentro. Van llegando y Martín nos informa de que ha invitado también a pasar
con nosotros ese ratito a las peregrinas del norte de Europa que vimos en la
subida a Cruz de Ferro sacando fotos con ellos al amanecer.
Nos
las presentan, Astrid y Tina son de Dinamarca, Kitti de Hungría. Son dulces y
sonrientes pero tengo serios problemas de comunicación por mi inglés en desuso.
Marcelo
bromea con Kitti: “Hello Kitti”, le dice y todos nos reímos. Kitti encantadora,
me inspira mucha paz y trasparencia.
Al
contar nuestra experiencia con el pulpo decidimos ir todos juntos a cenar al
mismo bar de este mediodía. Tenemos una cena internacional, se habla inglés, francés
y castellano con acento cordobés y uruguayo. ¡Es divertidísimo! Compartimos
charlas y risas, le trato de explicar a Astrid, chapurreando inglés, que al
subir a Cruz de Ferro fui yo la que le dije: ¡No flash!, ella se acuerda
enseguida y vuelve a pedirme disculpas. ¡oh, pobrecilla! Así que me afano en
explicarle que se trataba de una broma, cuando al fin logro hacerme entender,
se parte de risa.
Siento
que estamos formando una familia, la “familia del Camino”.
La
noche es preciosa, antes de llegar al albergue meto mis pies en el río. Absorbo
ese instante. Me siento en paz.
En
el albergue seguimos creando lazos con la familia del Camino y todos van a
descansar, menos yo, que no he hecho aún los “deberes del día”, me falta
compartir las imágenes de hoy con los amigos que van haciendo el Camino conmigo
desde la distancia y desearles a todos un FELIZ DESCANSO.
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