Setenta veces siete


A lo largo de nuestra vida son muchas las veces en las que llegamos a sentirnos ofendidos por las personas que están a nuestro alrededor e incluso por personas que ni siquiera conocemos.
Evidentemente, la ofensa duele mucho más cuando proviene de aquellos más cercanos y cuanta más confianza hemos puesto en ellos.
He podido comprobar y experimentar en primera persona, que en numerosos de los casos en los que nos hemos sentido ofendidos, los verdaderos culpables de ese sentimiento somos nosotros mismos. Llegamos a mirarnos tanto al ombligo que pensamos que todas las acciones, miradas, expresiones, comentarios y actuaciones de los demás nos tienen a nosotros como protagonistas y las llevan a cabo con una clara intención de hacernos sufrir (sin embargo muchas veces, esas actitudes se deben a que al otro simplemente le duele la cabeza, nada más). Hemos llegado a tal extremo de egocentrismo que, al creernos el centro de todo, acabamos ahogándonos en ese amor propio exagerado y extralimitado, sospechando que hay “conspiraciones ocultas” contra nosotros en todos lados.
No son pocas las ocasiones en las que las ofensas vienen derivadas de malos entendidos… y la Historia está llena de pequeñas y grandes batallas por culpa de tales malos entendidos.
Cuando una relación debe llegar a su fin por diversos motivos, es necesario aprender a cerrar página sin heridas. Agradeciendo la riqueza de lo que supuso el contacto con esas personas en nuestras vidas y todo lo que aprendimos de ellas, sin dejarnos cegar por nuestro orgullo herido o la decepción sufrida.
Jesucristo respondió a Pedro cuando le preguntó hasta cuántas veces habría que perdonar: “Setenta veces siete” y esas son… ¡tantas!
En realidad, si lo pensamos bien, el mandato de Jesús, lejos de hacerlo para amargarnos la vida está destinado a que alcancemos la liberación que supone el perdón.
Sentir odio o rencor sólo nos encadena. Uno se da cuenta de ello cuando no es capaz de “volar” por encima de la ofensa y de seguir adelante con su vida sin “regodearse” una y otra vez en ese sentimiento tan doloroso.
¿Cuesta liberarse de él? ¡Claro que cuesta! En ocasiones, hasta demasiado, tanto que podemos llegar a sentirnos culpables por no lograr superarlo.
Por eso, cuando llega el perdón, nos sentimos tremendamente libres. La venganza no nos concede ni una mínima parte del sentimiento de liberación que otorga el perdón.
Porque cuando odiamos, los grandes perjudicados acabamos siendo nosotros y quienes viven a nuestro lado. El sentimiento de ofensa que tenemos llega a dolernos tan profundamente que se va extendiendo como la pólvora en nuestro ser y se va esparciendo fuera de nosotros hasta que logramos que todo el ambiente quede enrarecido. Entonces nos encontramos mucho peor que al principio, nos enfadamos con aquellos que no tienen nada que ver con nuestro malestar o les hacemos sentir culpables por algo de lo que no tienen nada que ver. Al final, todo se convierte en un caos de emociones y sentimientos negativos e inevitablemente terminamos amargándonos unos a otros.
Quien perdona vence, gana la batalla al dolor y a la amargura y se eleva por encima de sus pequeñeces y miserias.
Quien perdona encuentra la paz interior necesaria para vivir en armonía con los demás y vivir frente a la luz y no dentro de una oscuridad que nos reconcome.
Quien perdona deja de sentir enemigos por todos lados y comienza a mirar al mundo con otros ojos, con una mirada de comprensión y serenidad que nos equilibra y fortalece.
Quien perdona aprende a dar sentido a su vida desde una perspectiva más abierta.
Quien perdona aprende a ponerse en el lugar del otro y sentir la empatía necesaria para convivir de una manera más enriquecedora para todos.



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Atrapados en la red


A mi marido le gusta decir la frase “Quien tiene un amigo tiene un tesoro… y quien tiene 500… una cuenta de Facebook”
Para quienes no conozcan qué es eso del Facebook les diré que es una Red Social. La red social consiste un grupo de personas que están conectados por diferentes tipos de relaciones tales como amistad, parentesco, intereses y aficiones comunes y que contactan a través de Internet.
Cada vez hay mayor oferta de redes sociales, además del Facebook, existen otras como Twitter, Tuenti, Badoo, My Space… y así hasta más de una veintena.
Estas redes sociales se convierten en un sitio de creación y de encuentro para infinidad de comunidades que se van formando de manera virtual, y virtual significa “que tiene apariencia de realidad”… pero no es la realidad.
Son muchas las ventajas que ofrecen este tipo de encuentros en la red, podemos compartir con amigos que están al otro lado del mundo experiencias, informaciones, ideas, incluso podemos compartir fotos y videos con ellos. Gracias a esta nueva tecnología podemos sentir más cerca a las personas que están más lejos de nosotros.
Sin embargo, esta herramienta, este medio de comunicación puede llegar a ser algo francamente peligroso cuando pasa a ser un fin para la persona que lo usa.
Yo reconozco que tengo abierta una cuenta en dos redes sociales, las abrí con la única intención de mantener el contacto con mis alumnos y algunos amigos que viven en fuera de mi ciudad e incluso de mi país.
Sin lugar a dudas la que más utilizo es aquella que me sirve para comunicarme con mis chicos y chicas del instituto.
Y mi experiencia en estas redes es lo que ha motivado la reflexión de hoy.
Estoy comprobando la importancia que estas redes sociales van adquiriendo y me planteo porqué están proliferando de forma tan desorbitada.
He llegado a la conclusión de que el origen de su éxito está en el mismo que aquellos programas de “reality show” que tanto engancharon al público hace ya más de una década.
En esos programas gente anónima y sin méritos especiales nos vendían su vida a cambio de FAMA, su intención era la de ser conocidos y que se hablara de ellos por todos los rincones, ya fuera para bien o para mal.
Mucha gente quiso seguir los pasos de estos “pioneros” y han saltado a la fama sin grandes esfuerzos ni logros destacables, sólo gracias al morbo un público que cada vez pide más y más carnaza.
A pesar de las muchas personas que alcanzaron la meta de la fama fácil a través de estos programas, ese medio no puede abarcar a mucha otra gente que quiere tener su “medio minuto de fama” en la vida. Y aquí es donde entran en juego las redes sociales.
En ellas puedes poner tus datos personales, familiares, de amistades, vivencias y experiencias más íntimas y si no controlas el poder que esa gran ventana al mundo te otorga puede llegar a convertirse en un arma que va dirigida directamente contra ti.
Muchas personas que usan estas redes ansían tanto ser admiradas que no son capaces de ver que ciertas fotos que cuelgan con comentarios y poses tan provocativas van totalmente en contra de su dignidad y de su honor porque ellas mismas se están convirtiendo en un mero producto que se expone para lograr su venta. Sé que la mayoría, sobre todo, la gente más joven, no es consciente de este peligro y que sólo buscan que todos sus amigos de la red les adulen y les digan lo guapos o guapas que están y lo mucho que les quieren. Pero al final, el peligro que están corriendo vendiendo tanta intimidad, lo desconocen por completo.
En el fondo, todo esto es consecuencia de un sentimiento de vacío existencial. Cuando el sentido que damos a nuestras vidas no se fundamenta en algo profundo y perdurable, caemos en lo artificial, en lo meramente superficial. Y ahora, hemos caído tanto en ese materialismo que hasta nos hemos convertido a nosotros mismos y por voluntad propia, en meros productos de mercado.

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El alfarero

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