Aprender a vivir


Al salir de misa el pasado domingo, en la plaza que está frente a mi casa vi una escena que puede ser considerada bastante común pero que me inspiró la reflexión que hoy deseo compartir.


Por allí paseaban un padre con su hija que iba subida en la bici. Lo primero que pensé fue en la destreza de la niña que siendo tan pequeña se atrevía a ir sobre una bicicleta que ocupaba más que ella.


Pero en ese instante, la pequeña perdió el control de la bici y comenzó a correr cuesta abajo mientras sus pies perdían el contacto con los pedales. Un instante antes de su más que predecible caída al suelo, su padre llegó para sujetarla. La niña estaba tan asustada que rompió a llorar.


Ante ese acontecimiento recapacité acerca de la paternidad. Desde que nacen nos encargamos de vigilar a nuestros hijos para tratar de evitar sus golpes y caídas.


Pero también reconocí que no podremos impedir totalmente que ellos se nos caigan en algún momento. Es imposible tenerlos vigilados las 24 horas del día. No podemos cuando son pequeños, menos aún a medida que van creciendo y haciéndose más autónomos.


Apoderada por esos pensamientos proseguí mi camino dirección a la panadería. Casualmente, cuando salí de la tienda volví a ver al padre con su hija. Esta vez la llevaba agarrada de la mano. En el otro brazo cargaba la bicicleta de su hija.


Pensé que el papel de los padres es socorrer a los hijos e incluso cargar con sus problemas, pero… ¡Ojala fuera siempre tan fácil cargar con los problemas de nuestros hijos!


Entonces vino a mi recuerdo la parábola del Hijo Pródigo.


Siempre me pareció increíblemente admirable la actitud del padre. Un padre que espera en silencio pero con ansiedad (día a día se asomaba al camino), el regreso de un hijo que decidió marcharse a “vivir la vida” sin preocuparse por el dolor que su decisión estaba ocasionando. Me fascinaba ver que el padre, tras la vuelta de su hijo, no sólo le ofrece el perdón sin pedir explicaciones ni disculpas sino que, además, le organiza una fiesta de bienvenida. El padre misericordioso es el auténtico protagonista de esta parábola.


Pero, tras mi maternidad me he dado cuenta de que estaba equivocada, perdonar a un hijo es tarea sencilla. Lo realmente meritorio del padre no es su actitud tras el regreso del hijo sino su comportamiento ante la partida. El hijo manifiesta un claro desprecio a la familia al pedirle la parte de la herencia que le corresponde para malgastarla por ahí ya que no tenía ningún proyecto de futuro, salvo el ir de fiesta en fiesta.


Aún así, el padre respeta profundamente la libertad de su hijo. ¡Esto es lo realmente admirable! Cuando sabe que su hijo está tomando una decisión equivocada y que se dará de bruces contra la realidad, está seguro que acabarán yéndole muy mal las cosas y, sin embargo, no le exige que se quede con él ni le obliga a comportarse de manera diferente, ni siquiera le da ningún consejo antes de su partida.


¡Es tan difícil permitir que un hijo se caiga cuando estás previendo su dolorosa caída! ¡Es tan difícil dejar que un hijo tome sus propias decisiones porque debe aprender en carne propia a vivir, porque nadie escarmienta en cabeza ajena!


Ningún padre desea que sus hijos sufran el fracaso y las malas consecuencias de decisiones equivocadas. Por eso los padres no somos capaces de renunciar a insistir con nuestros consejos e incluso imponer a los hijos nuestra voluntad.


El padre de la parábola aparece como un hombre preocupado diariamente por su hijo menor, pero le dejó obrar en libertad para que aprendiera a vivir tras tener que enfrentarse a su naufragio.


Dios nos hizo libres y nos conserva libres, aunque sepa que muchas de nuestras decisiones ocasionarán sufrimientos a los demás pero sobre todo a nosotros mismos.


Reconozco que la actitud de Dios es sublime, respeta nuestra libertad sin condiciones, a pesar de que cada día, preocupado, sale al camino a esperar nuestro regreso.

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El sacerdote, signo de contradicción.


Siempre me ha resultado curioso el siguiente texto que refleja con bastante claridad una triste realidad:


EL SACERDOTE, SIGNO DE CONTRADICCION

-Si predica más de diez minutos..., es que no acaba nunca. Si predica menos de diez minutos..., es que no se ha preparado.

-Si trata de temas sociales..., es que es de izquierdas. Si trata de temas morales..., es que es de derechas.

-Si está mucho en el despacho..., es que no está en contacto con la realidad. Si visita a las familias..., es que no tiene nada que hacer.

-Si hace obras en la iglesia..., es que tira el dinero por la ventana. Si no las hace..., es que es un dejado.

-Si hace salidas con los jóvenes..., es que descuida la parroquia. Si no las hace..., es que no se preocupa de los jóvenes.

-Si visita el barrio y sus gentes..., es que se mete en todo. Si no lo hace..., es que va a lo suyo y la gente no le interesa.

-Si está….es que le gusta hacerlo todo. Si no está… lo que sale mal es porque no está.

-Si da órdenes…es porque es un autoritario. Si no las da…. debiera haberlo hecho.

-Si es perfeccionista…….es un raro. Si admite todo... es un vulgar

-Si canta…… es un jilguero. Si no canta…..es un soso

-Si bebe……es un borracho. Si no bebe…….es que no sabe alternar

-Si celebra muchas misas…….es un mísero. Si celebra sólo una…..es un vago.


Debemos hacer muy presente en nuestra vida de fe el profundo significado del sacerdocio.

El sacerdote es una persona – sacramento.


Por el hecho de ser persona, tiene limitaciones, debilidades, imperfecciones. Lo mismo que cualquiera de nosotros.


Y eso nos hace que nos olvidemos de que el sacerdote es también un sacramento permanente. Eso quiere decir que el sacerdote es un signo, él es una realidad que vemos, por supuesto, pero que nos enseña y nos lleva a una realidad que no podemos captar sólo con nuestros sentidos. Y esa realidad es el amor de Dios.

Sólo por ello, merecen nuestro más profundo respeto.


El sacerdote es una persona que responde “Sí” a una llamada interior, a una vocación de servicio y de entrega a todos y cada uno de nosotros.


Estoy plenamente convencida de que desearían poder atender con mayor implicación a cada una de las responsabilidades que les son asignadas. Pero les resulta materialmente imposible. Y esta situación se está complicando cada vez más y más. Lamentablemente, asistimos a un momento en el que son menos los que responden con un “Sí” a la vocación sacerdotal. El número de sacerdotes disminuye y, como consecuencia inmediata, aumenta la carga de trabajo de cada uno de ellos.


Es urgente que nos percatemos de esta situación cuanto antes, porque es necesario que nosotros, los fieles, cambiemos nuestras estructuras mentales, nuestras cómodas costumbres para comenzar a facilitarles la ardua tarea que les ha sido encomendada. Debemos dejar de pretender que cubran absolutamente todos los “huecos”.


Es francamente difícil mantener un ritmo constante de idas y venidas, reuniones, encuentros, procesiones, novenas, rosarios, confesiones, etc. sin que los fieles les demos ni nuestro apoyo ni nuestra compresión. Es imposible que puedan estar en dos y hasta tres sitios a la vez. Sin embargo, nos llega a ofender que no lo logren.


El sacerdote, no sólo recibe golpes desde fuera de la Iglesia. En cuanto uno de ellos comete un error meten a todo el colectivo en el mismo “saco”. Por cierto, esa actitud injusta no he visto que se tenga con ninguna otra profesión.

El sacerdote recibe, también, golpes desde dentro de la misma Iglesia.

Los fieles, en vez de criticarlos tanto, deberíamos rezar más por ellos, ser más comprensivos, apoyarlos incluso ofrecerles el mucho o poco tiempo del que dispongamos para ayudarlos en su tarea, adaptarnos y asumir las nuevas circunstancias en las que vivimos.

No debemos olvidar que el cuidado de su vocación sacerdotal también es responsabilidad nuestra.


Sé de primera mano que muchos sacerdotes están sufriendo la incomprensión y testarudez de sus feligreses que se empeñan en mantener con un solo sacerdote el mismo programa de actos y celebraciones que anteriormente realizaban hasta dos y tres sacerdotes.


Y a pesar de todo, hace unos meses nos sorprendieron con los resultados de un estudio en el que se afirmaba que los sacerdotes tienen la profesión más feliz del mundo. Sin lugar a dudas, esa felicidad debe tener un origen trascendente, porque lo que es por nosotros…


¡Qué hermosa me resulta la reflexión final de Juan Manuel Cotelo en su película “La última cima”! Hace balance de los acontecimientos más importantes de su vida y descubre, en todos ellos, la presencia de un sacerdote por el que nunca se ha preocupado, por el que ni siquiera ha rezado.

Y concluye:”Perdóname, querido cura, porque yo te he dejado sólo, aunque tú siempre has estado conmigo. No volverá a suceder. ¡Muchas gracias, cura!”


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