¿Blanca Navidad?

En estos días uno no deja de escuchar mensajes en los que se nos desean unos días entrañables cerca de los seres queridos, días en los que reine la paz y la felicidad.

Sin embargo ¡oigo a tanta gente decir que quisieran que estas fechas pasaran cuanto antes! Siempre me ha causado mucha tristeza escuchar ese lamento.


Confieso que la Navidad es uno de mis momentos favoritos en el año desde bien pequeña. Mucha gente dice que la Navidad es para los niños, pero ¿por qué no lo es también para los mayores? A medida que vamos creciendo, se va perdiendo la ilusión por celebrar el gran acontecimiento de la Encarnación del Hijo de Dios Dios. ¡Dios se enamora del hombre y decide convertirse en uno más entre nosotros! ¿No debiéramos estar saltando de alegría?


Por algo nos dijo Jesucristo: “Si no os hacéis como niños no entraréis en el Reino de los Cielos”


Quizá una de las principales causas del desencanto por estas fechas está en cómo hemos ido complicando las cosas. Vamos corriendo de acá para allá comprando, comprando y comprando: comidas, bebidas, regalos, regalos y… más regalos. Al final no disfrutamos de lo esencial porque estamos estresados y agobiados.

Otro de los motivos es sentir como una carga el hecho de tener que festejar las celebraciones navideñas en familia. Escucho a demasiadas personas quejarse de tener que juntarse con la familia. Parece que estamos obligados a olvidar los desencuentros que hemos tenido durante el año y eso no nos agrada, porque requiere muchas dosis de humildad y de perdón.


Estamos asistiendo a una época en la que la familia está siendo menospreciada, sobre todo aquella que ahora se ha pasado a llamar “familia tradicional”. Parece que la familia es el origen de demasiadas obligaciones, de demasiadas limitaciones, de demasiadas renuncias, la familia pone a prueba nuestra paciencia y nuestra resistencia.


Sin embargo ¿qué sería de cada uno de nosotros sin la familia? Nuestras familias han marcado y siguen marcando nuestra historia personal. Son el lugar de acogida por excelencia. La familia es el mayor tesoro que tenemos. Si comprendiéramos su verdadero valor el encuentro de estos días lo festejaríamos con entusiasmo y no supondría una carga sino un regalo.


Es en la familia donde somos amados por el simple hecho de ser, sin más. Es el lugar en el que podemos ser más auténticos, donde no necesitamos disimular ni ocultar nuestros defectos porque es donde se nos quiere sin condiciones. La familia es el sitio en el que podemos aprender a vivir en comunidad, respetándonos, aceptándonos, perdonándonos.

Por eso debemos disfrutar del encuentro. Gracias a la Navidad, al menos, una vez al año muchas familias se unen en torno a la mesa. Y eso hay que vivirlo con alegría, la entrega de regalos debe ser una muestra de nuestro cariño e interés por el otro.


Las ausencias de los seres queridos que han fallecido es otro de los motivos por los que desaparece la ilusión por la Navidad. Parece que en estos días se hace más dura su pérdida. ¡Cuántas veces nos quejamos de cosas sin importancia de los miembros de la familia y nos olvidamos de valorar su presencia entre nosotros!

Hace poco me encontré con una amiga que me contó la triste pérdida que habían sufrido en su familia, unos días antes. El padre de su marido había sido arroyado por un autobús urbano. Las pasadas navidades las pudieron vivir juntos, éstas ya no.


El día de Navidad un sacerdote hizo una hermosa reflexión: Hoy más que nunca debemos estar alegres porque gracias a la Navidad, al nacimiento del Hijo de Dios que vino a salvarnos del pecado y de la muerte, sabemos que algún día podremos volver a encontrarnos con aquellos que ya han partido al Padre.

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El sentido de lo esencial


Recuerdo con claridad la anécdota que nos contaba un chico, Pablo, que había pasado un año de misiones en Perú. Nos dijo que tuvo una sensación muy extraña cuando volvió a pasear por primera vez tras su vuelta por las calles de su ciudad, Burgos. “Me paré, miré a todos los que pasaban a mi alrededor – dijo - y yo me preguntaba: ¿Por qué corréis?” Él se había adaptado tanto a un ritmo y un estilo de vida tan diferente al nuestro que tras un año fuera pudo ver con claridad lo que nosotros hemos dejado de ver: vivimos inmersos en una carrera constante.

Si nos parásemos por unos instantes a observar el ritmo que llevamos seguramente nos quedaríamos pasmados.

¿Cuántas veces a lo largo del día nos decimos “Tengo que hacer esto, tengo que hacer lo otro”? Personalmente, reconozco que me paso el día recordándome: “Tengo que…” “Tengo que…”

La experiencia de Pablo trajo a mi memoria lo que Jesús le contestó a Marta un día que fue a visitarle a ella y a su hermana María:

«Marta, Marta, andas inquieta y nerviosa con tantas cosas; solo una es necesaria. María ha escogido la mejor parte, y no se la quitarán».

Jesús amaba la vida con plenitud y con la respuesta que le da a Marta nos descubre el sentido de lo esencial.

Se nos pasa la vida inmersos en una carrera loca de innumerables quehaceres y, tras la noche… ¡Vuelta a empezar!

Pero ¿cuándo disfrutamos de la esencia de la vida, de aquello que hace que todo adquiera sentido, aquello por lo que merece la pena vivir?

Si todo nuestro tiempo lo empleamos en actuar, no nos quedará tiempo para CONTEMPLAR.

Con la llegada de mi hija (Clara) a nuestra vida he vuelto a recordar una lección que ya aprendí con mi hijo (Iván): la importancia de dedicar tiempo a la contemplación. Un recién nacido requiere muchos cuidados y atenciones, también debemos atender la casa cuando el peque nos lo permite… ¡Se nos pasan los días, los niños crecen demasiado pronto sin haberlos sabido disfrutar!

Tenemos que aprender a frenar y pararnos a contemplar. Contemplar los pequeños gestos, las sonrisas, las miradas, las expresiones, los sentimientos, las necesidades de aquellos que viven a nuestro lado. Y saborearlos, no dejarlos pasar sin más, saborearlos para que, cuando uno llegue al final de su vida pueda afirmar que realmente HA VIVIDO.

Con el ritmo acelerado de vida que llevamos cada vez estamos descuidando más las relaciones personales. Y todos necesitamos ser atendidos con cariño y dedicación.

Cuando estamos escuchando a una persona debiéramos olvidarnos de lo que tenemos pendiente para más tarde, porque nada hay más importante que ese instante que ya no volverá a pasar.

Por supuesto, estas prisas también nos han robado el tiempo que debiéramos dedicar a Dios.

Es imposible actuar por Dios y en su nombre si previamente no nos hemos dado tiempo para la oración y la contemplación.

Pasan y pasan los días, los meses, los años… y de pronto podemos llegar a darnos cuenta de que estamos desfondados, de que ya no podemos seguir tirando con nada. Y eso nos sucede porque nos hemos olvidado de llenarnos de Dios.

Tenemos que encontrar el equilibrio justo entre contemplación y acción. Y saber escoger la mejor parte porque sólo una cosa es necesaria: Dios, ¿lo demás? Él nos lo dará por añadidura.



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La llegada de Dios



El pasado domingo 28 comenzamos un nuevo año litúrgico con el inicio del Adviento, tiempo que durará hasta el día de Navidad.

Adviento es una palabra que viene del latín y significa “Venida” o “Llegada”. El adviento es el tiempo de preparación para la venida de Dios que en toda su grandeza escoge hacerse pequeño y se abaja haciéndose hombre y demostrándonos así el inmenso amor que nos tiene.

En este momento del año siempre recuerdo el consejo que me daban de pequeña: “Durante estos días debéis preparar al niño Jesús una cunita en vuestro corazón para que Él se encuentre cómodo a su llegada” y yo… me devanaba los sesos preguntándome cómo podría meter una cuna en mi corazón con paja incluida. Con el paso de los años fui descubriendo a qué se referían con aquello de “preparar una cuna”.

Llegados estos días vemos a todo el mundo preocupado por preparar la Navidad con multitud de compras, de comidas, de dulces, de regalos, de loterías y un sin fin de más historias.

No necesitamos nada material para fabricar un lugar de acogida para el niño Jesús, lo que tenemos que hacer es preparar nuestro interior por medio de la oración pausada y constante. Una oración que nos ayude a reflexionar sobre lo que supuso para la humanidad la llegada de Cristo a la tierra y sobre cómo ese acontecimiento debe marcar nuestra vida al sabernos amados por Dios de tal manera que se convierte en uno más para vivir, sentir, gozar y sufrir como cualquiera de nosotros.

Esa oración no puede quedarse en un hecho aislado sino que debe dar sus frutos con acciones concretas de compromiso, de entrega y de generosidad hacia los demás, y debe hacerlo de una forma auténtica para que no dure solamente unas semanas sino que se extienda a lo largo de todo el año.

Adviento es también un tiempo de Esperanza, esperamos la llegada de Dios hecho hombre. En los momentos actuales la desesperanza es como una plaga que anida en el corazón de más gente cada día. La situación política, económica, laboral y social ponen a prueba nuestro optimismo y nuestra ilusión. El mundo está buscando esperanza y Dios viene a traerla.

Tener esperanza implica confiar en que Dios está presente en nuestras vidas y en que Él nos atiende y auxilia en todo momento, más aún durante las dificultades o, como decía Santa Teresa, en las “noches oscuras del alma”.

Hace falta una gran fuerza interior para no caer en la tentación de la desesperanza. Pero, si sabemos que Dios está a nuestro lado, nada hay que temer.

Jesucristo nos exhorta al ánimo y a la valentía en numerosas ocasiones.

Él nos recuerda que Dios nos conoce mejor que nadie y está siempre pendiente de nosotros con una frase que me resulta hermosa porque nos muestra la delicadeza con la que Dios nos ama: “Hasta los cabellos de la cabeza tenéis contados”

También nos alienta para que luchemos contra la desesperación: “Pedid, y se os dará; buscad y encontraréis; llamad, y se os abrirá. Porque todo aquel que pide, recibe; y el que busca, encuentra; y al que llama, se le abre”.

Él nos está interpelando a que mantengamos firme la esperanza. Pero debemos saber que esa esperanza requiere un esfuerzo por nuestra parte. No podemos quedarnos sentados a esperar que nos llegue la solución desde el cielo sin más, sino que debemos salir a pedir, a buscar, a llamar sin rendirnos. En ese camino de búsqueda encontraremos la razón para seguir luchando sin desfallecer.

Sólo estando atentos a la llegada de Dios podremos disfrutar plenamente este año de la Navidad.

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