Cartas a Dios


Me gusta regalarles a mis alumnos algún detalle con motivo de su cumpleaños, por haber ganado en algún juego o como despedida al final del curso. Suelen ser cosas sencillas: medallas y cruces traídas de Tierra Santa o de Roma, rosarios, pulseras con oraciones…


Ellos reciben el pequeño detalle con mucha ilusión. Suelen llevarlos en el cuello, en las muñecas e incluso en sus estuches. Alguna vez me lo enseñan entusiasmados y me dicen, convencidos, que mi pequeño regalo les ha ayudado durante los exámenes.


Entonces tengo que explicarles que estos objetos piadosos no son amuletos ni artilugios “arreglalotodo”. A veces veo en sus caritas la sorpresa e incluso la decepción ante mis palabras.


Descubro que necesitamos recibir una formación religiosa mejor para no caer en el error de vivir nuestras creencias de manera errónea. Debemos tener cuidado en no dejar que sentimientos supersticiosos o esotéricos contaminen nuestra fe.


Es un error tratar a Dios como a alguien que debiera darnos todos nuestros caprichos. Escucho con frecuencia a muchas personas que justifican su enfado con Dios e incluso su falta de fe en Él por no haber conseguido que se cumplieran sus deseos, y se sienten abandonados: malos resultados en los exámenes, un puesto de trabajo, el resultado de una relación, la evolución de una enfermedad, el fallecimiento de alguien querido.


Es muy humano que nos enfademos cuando vivimos situaciones de gran adversidad. Pero estas situaciones no deberían terminar con nuestra fe, sino al contrario, tendríamos que vivirlas como una oportunidad de crecimiento y superación. La fe no debería estar condicionada a que todo nos vaya bien en la vida, a que todo marche según nuestros deseos.


Siempre me ha parecido muy sabia aquella acción de gracias que dice: ”Te doy gracias, Dios mío, porque no siempre me has dado lo que yo quería pero sí lo que yo realmente necesitaba”.


Verdaderamente Dios tiene sabiduría infinita y sólo Él sabe lo que nos conviene.


Creo que esta oración encierra la clave de una buena relación con Dios.


Debemos ser humildes y aceptar que muchas veces no sabemos lo que nos conviene realmente. Tenemos que aprender a pedir y tenemos que aprender a confiar en la inmensa sabiduría de Dios. Que, como buen padre que es, siempre nos dará aquello que de verdad necesitamos.


Hace unas semanas, una buena amiga me regaló el libro “Cartas a Dios” de Eric Emmanuel Schmitt. De él han hecho recientemente una película que se está proyectando en muchas de las Semanas de Cine Espiritual que se organizan por las distintas diócesis de España. He leído con atención este libro y algo me ha llamado profundamente la atención sobre este tema que nos ocupa.


En todo el libro, el autor es capaz de darnos la clave con total sencillez de cómo dirigirnos a Dios y del poder de la oración.


El libro narra la historia de un niño que padece un cáncer terminal. Nunca ha tenido la suerte de que nadie le enseñara cómo es Dios y cómo debe ser nuestra relación con él, hasta que una voluntaria del hospital le muestra el camino. Esta voluntaria le aconseja escribir a Dios una carta cada día.


“- ¿Y qué le puedo escribir?

- Entrégale tus pensamientos. Los pensamientos no pronunciados son pensamientos que pesan, que se enquistan, que te vuelven torpe, que te inmovilizan, que no dejan sitio para los pensamientos nuevos y que te pudren. Si no hablas, te vas a convertir en un vertedero de viejos pensamientos apestosos.

A Dios le puedes pedir una cosa cada día, pero, atención ¡sólo una cosa!

- Entonces ¿Puedo pedirle cualquier cosa? Juguetes, caramelos, un coche…

- ¡No!, Dios no es Papá Noel, sólo puedes pedirle cosas del espíritu”.


“Cosas del Espíritu”, nuestro protagonista lo entiende tan bien que unos días más tarde, ante la inminente operación de una niña que también está hospitalizada, le escribe a Dios:

“Haz que la operación de Pegy Blue mañana salga bien, no como la mía, ya sabes a lo que me refiero.

PD: Ya sé que las operaciones no son cosas del espíritu, quizá no tengas a mano estos asuntos. Así que lo que te pido es que te las apañes de alguna manera para que, sea cual sea el resultado de la operación, Peggy Blue se lo tome bien. Cuento contigo”.


“Para que, sea cual sea el resultado de la operación, Peggy Blue se lo tome bien”, ésta es la clave. Ésta es la actualización de la oración de Jesús en el Huerto: “Que no se haga mi voluntad, sino la tuya”. Y añadiría: “Y que yo sepa aceptarla… aunque no logre entenderla del todo”.


Finalmente, nuestro protagonista termina: “Cuento contigo”, es decir, tengo plena fe en ti. Y creo que… con eso basta.

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"Calidad de Vida"


Se nos habla con frecuencia de la “calidad de vida”. El caso es que aún no tengo nada claro cuáles son los parámetros que determinan si una vida es de calidad. A la hora de dar un sentido a este término el relativismo a campado a sus anchas y cada persona decide lo que significa tener “calidad de vida”… o no, en realidad, creo que ni siquiera nos paramos a reflexionar sobre el alcance que damos a este concepto. Instalados en la comodidad de que me lo den todo hecho y de no tener que pensar por mí mismo, dejamos que nos inunden día a día con un lenguaje en el que preferimos no profundizar.


La Organización Mundial de la salud ha definido “calidad de vida” como "la percepción que un individuo tiene de su lugar en la existencia, en el contexto de la cultura y del sistema de valores en los que vive y en relación con sus expectativas, sus normas, sus inquietudes. Se trata de un concepto muy amplio que está influido de modo complejo por la salud física del sujeto, su estado psicológico, su nivel de independencia, sus relaciones sociales, así como su relación con los elementos esenciales de su entorno". Definición demasiado extensa que habría que analizar con calma porque implica cosas terribles ya que tanto la eutanasia como el suicidio asistido están siendo justificados por la supuesta pérdida de esta calidad de vida.


Hoy deseo compartir dos testimonios de personas que sufrido una grave enfermedad durante varios años antes de su muerte.


El primero es un extracto de una carta que escribió en 1995 Olga Bejano, una chica a la que a los 23 años comenzó a afectarle una rara enfermedad degenerativa que le fue paralizando todos los músculos hasta que falleció a finales de 2008, tenía ya 45 años.


“Soy una chica a la que la enfermedad le ha truncado la vida y quizá por eso la palabra vida me merece un gran respeto.


Hasta los veintitrés años pude realizar una vida normal: Pero en mayo de 1987 mi glotis se paralizó y tuve una parada cardiaca por asfixia; estuve por unos minutos clínicamente muerta, quedándome luego en coma. En ese momento, más de uno no apostaba por mí; pero yo, por llevar la contraria, salí del coma y seguí viva. Desde entonces vivo sin poder hablar ni comer.

Mi vida es, desde hace ocho largos años, malestar físico, obstáculos, limitaciones, problemas hospitalarios, familiares, burocráticos... En una palabra: sufrimiento. Pero este sufrimiento si uno llega, como yo, a entenderlo, es una lección constante que ayuda a madurar y a superarse.


Soy católica, siempre he creído en Dios, en la existencia del alma y en que cuando uno muere no termina ahí su vida, sino que sigue en otro lugar.


Todos tenemos un día marcado para nacer y otro para morir, y yo no soy quién para alterar el destino y mucho menos los planes de Dios.


Vivimos en una sociedad en la que priman el placer y lo material. Todos queremos gozar y ninguno sufrir; pero el sufrimiento y la muerte vienen incluidos en la vida, forman parte de ella. Soy partidaria de luchar, no de «huir». La eutanasia es una forma de huida y, por tanto, no deja de ser una cobardía. A mí no me parieron cobarde; por eso lucharé hasta el final. Respeto y entiendo a los que se dan por vencidos y no creen en nada; pero yo, cuando llegue al «otro lado», quiero tener la sensación de llevar mis deberes cumplidos. Si me practicasen la eutanasia, creo que, al llegar allí, tendría la sensación de no haber sabido llegar hasta el final, como si dejase en este mundo alguna asignatura pendiente. Para mí todo lo que te quita la paz interior no es bueno, y los médicos que han realizado eutanasias creen que hacen bien, pero confiesan sentirse mal. Todo anciano, minusválido o enfermo terminal tiene derecho a una atención digna, centros adecuados, ayudas familiares y económicas y grandes dosis de «cariñoterapia»; pero todo esto equivale a trabajo y a dinero, y es más fácil, cómodo y barato legalizar la eutanasia e, igual que hicieron los nazis, disfrazándola de ayuda y compasión, quitar a todos de en medio.


La mentalidad de que sólo lo biológicamente bueno vale la pena impide conocer grandes realidades humanas: Beethoven compuso sus maravillosos cuartetos hasta el último momento; Mozart siguió componiendo en el lecho de muerte su magnífico Requiem; Tiziano pintaba con casi noventa años, cuando apenas podía sujetar los pinceles. Los defensores de la eutanasia olvidan que cada vida es única e irrepetible y que cualquier vida tiene todo el valor posible. Si hubiese una vida sin importancia, ninguna sería importante”.


El segundo testimonio es de una enferma que murió habiendo estado más de cincuenta y cinco años paralizada en una silla de ruedas.


“Nosotros los enfermos, que tenemos fe en Jesucristo, sabemos que somos hijos predilectos de Dios por parecernos a Cristo en el sufrimiento. El Señor nos reveló en un acto supremo de amor la gran fecundidad del dolor. Para nosotros la enfermedad es la ofrenda diaria de nuestra vida, el don de nosotros mismos. Nos impulsa saber que al final tendremos el encuentro con Dios que nos acogerá con todo su amor”.


Precisamente son ellos, los enfermos, quienes mejor pueden enseñarnos el auténtico significado de “calidad de vida” y cómo nuestras vidas, desde el inicio hasta la muerte natural, tienen mucho que aportar al mundo.


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