De la cruz, a la luz


Pasada ya la Semana Santa uno no puede por menos que recordar la Cruz, la cruz de Cristo. Él asumió con asombrosa fortaleza y serenidad el sufrimiento al que fue sometido y abrazó su cruz. La abrazó por amor. Sólo la persona que ama puede entender cómo Él fue capaz de actuar de un modo que, para muchos, a lo largo de la historia les ha parecido necio o insensato.

Llegado este momento del año, al contemplar la cruz de Cristo, debemos también trasladar nuestra mirada hacia nuestra propia cruz. Cada día tenemos que llevar pequeñas cruces y durante algunas etapas de nuestra vida, incluso grandes cruces.
Día a día nos toca afrontar muchas situaciones que podemos considerarlas como una cruz de menor o mayor tamaño, pero, al fin y al cabo, una cruz. Esas pequeñas o grandes cruces son las obligaciones y responsabilidades, las preocupaciones, los contratiempos, las enfermedades sobrevenidas, los problemas familiares, las dificultades económicas… y, es que, ¡las cruces pueden ser de naturaleza tan diversa!
Es urgente que asumamos no existe una sola vida que sea completamente apacible, que carezca de problemas o dificultades, que se libre de las tensiones o de las angustias.

Nuestra sociedad se afana cada vez más en alejarse de todo aquello que implique un sacrificio, una dedicación o un esfuerzo. Por eso no debe sorprendernos que estemos cada vez más debilitados ni que cuando nos sobreviene un problema nos dejemos caer sin combatir. Tampoco debe sorprendernos que lleguemos a sentir que nos ha tocado la peor cruz de todas, que somos las personas más desafortunadas de la tierra, incluso que lleguemos a regodearnos tanto en esa actitud “victimista” que nos sienta fatal que alguien venga a “aguarnos la fiesta” si intenta convencernos de lo contrario.
Jesucristo nos dijo: "El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz cada día y me siga”. (Lc. 9, 23)

Entiendo que Él, con estas palabras, nos está pidiendo que no reneguemos de nuestra cruz ni que huyamos de nuestros padecimientos cotidianos. Si no que los abrazáramos con el mismo amor con el que Él acogió su Cruz.

¿Quién mejor que Él, que es el Camino, para mostrarnos que para sentirnos llenos en nuestra vida debemos aprender a no escabullirnos de los esfuerzos y de las fatigas de cada día. Que debemos asumirlas y afrontarlas con amor?

Resulta tremendamente doloroso abrazar la cruz, pero Jesucristo nos pidió que fuéramos luz para el mundo. Y creo que sólo podremos iluminar a los demás si aprendemos a cargar con nuestra propia cruz con esperanza, con valentía, con fortaleza. Si conseguimos eso, también podremos ayudar a los demás con su cruz para que sea menos pesada, podremos ser pequeños “Cirineos”.

Es necesario que lo hagamos. S. Pablo en su carta a los Colosenses decía:
“Ahora me alegro de poder sufrir por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, para bien de su Cuerpo, que es la Iglesia”. (Col. 1, 24)

Si cargamos con nuestra cruz y seguimos a Cristo, estaremos completando su pasión.
Pero no perdamos de vista que su pasión no concluye con la muerte, porque el domingo, la roca está corrida y la tumba vacía. ¡Cristo ha resucitado!

A pesar de su pasión el final no es el dolor, ni el sufrimiento, ni la agonía, el final no es la Cruz. Si no la victoria de la Resurrección.

Carguemos con nuestras cruces cada día, seamos luz para el mundo y tengamos siempre presentes sus palabras:

“Yo he vencido al mundo”

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