Mi mayor bendición


Hace unos días llegó a mis manos un texto en el que se definía lo que es un hijo:
“Hijo es un ser que Dios nos prestó para hacer un curso intensivo de cómo amar a alguien más que a nosotros mismos, de cómo cambiar nuestros peores defectos para darles los mejores ejemplos y de aprender a tener coraje. Sí, ¡Eso es! Ser madre o padre es el mayor acto de coraje que alguien pueda tener, porque es exponerse a todo tipo de dolor, principalmente de la incertidumbre de estar actuando correctamente y del miedo a perder algo tan amado. ¿Perder? ¿Cómo? No es nuestro. Fue apenas un préstamo... EL MÁS PRECIADO Y MARAVILLOSO PRÉSTAMO ya que son nuestros sólo mientras no pueden valerse por sí mismos, luego le pertenece a la vida, al destino y a sus propias familias.
Dios bendiga siempre a nuestros hijos pues a nosotros ya nos bendijo con ellos.”

Amar significa quedar expuesto ante el dolor. Sólo por amor estamos dispuestos a afrontar cualquier tipo de sufrimiento que conlleve ese amor. Si no… ¡no sería Amor!
Respecto a los hijos, leía antes, que uno de los principales dolores es el de la incertidumbre de estar actuando con ellos correcta y adecuadamente. Los padres queremos que los hijos sean auténticamente felices, por eso, lo que más nos preocupa es saberles guiar por el Camino que les muestre el auténtico sentido de su vida.
El otro…perderlos. Sin embargo, estoy de acuerdo con el autor en que no podemos perder algo que nunca nos perteneció. Los hijos son un préstamo que Dios pone en nuestras manos para enseñarles a VIVIR. Pero esa vida les pertenece sólo a ellos.
Mentalizarme de eso es algo por lo que he luchado incluso antes de ser madre. Soy muy consciente de esa realidad e intento aplicarla en el día a día con mis dos hijos. Ellos no me pertenecen…pertenecen a Dios, pertenecen al mundo. Porque el mundo les está esperando para que obren en él las maravillas que están llamados a realizar. ¡Mis pequeños! Ruego a Dios porque encuentren y sean fieles a la vocación que Él les tiene reservada.
Este jueves día 24 es el cumpleaños de Iván, mi hijo mayor. Cumple ya cinco años y, como nos pasa a todas las madres, me parece que fue ayer mismo cuando nació. Cuando vi su rostro, sentí su calor y me llenó con su aroma. Cuando nació Iván, se nos llenó la casa con su luz. Era perfecto y me robó por primera vez el corazón, y desde aquel momento me lo roba cada día.
Su venida me transformó por completo. ¿Un hijo te cambia la vida? ¡Por supuesto! Le da un vuelco, pero, en contra de lo que nos quieren transmitir actualmente desde la opinión social, la maternidad no destruye ni empeora nuestra vida. ¡Todo lo contrario!, la lanza hacia su plenitud.
Mi hijo Iván me hizo descubrir que existe una nueva forma de amor, como leía antes en el texto del principio, tener un hijo es “un curso intensivo de cómo amar a alguien más que a nosotros mismos”, porque se trata de un amor de entrega absoluta y desinteresada, tan pleno… que cada día siento en ese amor el “reflejo” de Dios. Ese amor me hace pensar en lo ¡increíblemente hermoso que debe de ser Dios!
Si nosotros, los padres, imperfectos y limitados, llegamos a sentir un amor tan puro por los hijos, ¡¿Cómo será el Amor de Dios?!
Gracias a ese amor que siento por mis hijos puedo percibir cómo Dios se me muestra, me enseña cómo es Él.
Por eso hago mía la frase del texto que leí al inicio: Dios bendiga siempre a nuestros hijos pues a nosotros ya nos bendijo con ellos.


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Ahí tienes a tu madre


El pasado jueves, Jorge, un alumno de 14 años me hizo una pregunta que me dejó sorprendida: ¿Quién vale más, Jesús o María?
Podía parecer que me estaba tomando el pelo, pero no, estaba esperando expectante mi respuesta.
Lo primero que pensé fue que esa pregunta no tenía sentido… no para alguien que ha vivido en la fe. Pero para él, desde su más que probable poca experiencia, sí, y como él, quizá para muchas otras personas que no han logrado acercarse al Misterio de Dios.
¡¿Cómo pensar que existe una especie de competición Madre – Hijo?!
Como madre me resulta impensable… como cristiana aún más.
Desde pequeña me han educado en la devoción a María.
La sentía como Madre del Buen Consejo cuando tenía dudas y temores, como Refugio de los pecadores cada vez que hacía las cosas mal, como Consoladora de los afligidos cada vez que algo me agobiaba, como Salud de los Enfermos si alguien cercano veía su salud mermada, como Auxilio de los cristianos cada vez que necesitaba ayuda para enfrentarme al mundo que estaba comenzando a descubrir. ¡Cuántas veces he sentido su manto protector sobre mí y cómo me serenaba esa presencia!
En mi incipiente camino de fe la he venerado y admirado tan intensamente que un día descubrí que Ella me pedía que no me quedara sólo allí, a su lado, sino que fuera más allá… que llegara hasta su Hijo.
Y ése ha sido el mayor regalo que me ha hecho la Madre… ser el camino que me lleva hacia el Hijo.

Alguna vez ya he hecho referencia a la película de La Pasión de Mel Gibson. Hoy vuelvo a hacerlo para hablar de la Madre.
Al poner esa película de nuevo a mis alumnos antes de Semana Santa, nuevamente me sorprendí con las miradas de María, ¡Transmitetanto esa mirada de la madre ante la pasión que estaba sufriendo su hijo! Y, principalmente, me quedo anonadada con la mirada profunda, de dolor intenso y a la vez sereno, mirada de aceptación de María, cuando al fin acoge a su Hijo, ya muerto, en sus brazos… ¡La Piedad!
¡Creo que nunca seremos capaces de abarcar la inmensidad de la fe que tuvo Esa Mujer!
“Virgen fiel” proclamamos en las letanías ¡Con tanta razón!
Hemos de reconocer que habitualmente, a la mínima contrariedad, dudamos, nos dejamos vencer por las dudas, las inseguridades, el no ver las cosas claras. Nos puede la oscuridad. Sin embargo Ella vivió toda su vida fiel a su “Sí”. Parece fácil decir “Sí” cuando viene un ángel a preguntar pero, me planteo la cantidad de ocasiones en las que ella se mantuvo fiel a ese “Sí” a pesar de los muchos  “silencios de Dios” que viviría en su vida. Se me encoge el alma cada vez que medito sobre ello.
Cuántas veces, al cambiar el pañal al niño, al tener que enseñarle a hablar, alcuidar de que no se cayera, al llevarle de su mano para indicarle los caminos…, no se preguntaría dónde estaban los ángeles que rodearon su nacimiento. Y, sin embargo, mantuvo la fe.
¡Cuántas dudas y sufrimientos no tendría que afrontar durante la pasión de su Hijo! ¿Así era como el Mesías debía salvarnos? Entendió en aquellos momentos, supongo, lo que el anciano Simeón le profetizó: “Y a ti, una espada atravesará tu alma”.
Y, a pesar de ese dolor lacerante… siguió confiando. Se mantuvo firme en el “Sí” que pronunciara más de tres décadas atrás.
Pero María no sólo es un ejemplo para nuestra fe vivida en el transcurso cotidiano del día a día. María no “sólo” es la Madre de Jesús, el Hijo de Dios. María amplia su corazón maternal porque el mismo Hijo quiso entregárnosla cuando estaba tan despojado de todo que sólo la tenía a ella: “¡Hijo, ahí tienes a tu madre!”
Desde entonces sabemos que podemos acogernos a su Amor Materno y refugiarnos, como niños pequeños, en su regazo.

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