Llega la Navidad


Estamos en el tramo final del tiempo de Adviento, tiempo de preparación y tiempo de espera. Pero ¿qué es lo que estamos esperando realmente?


¿Esperamos las vacaciones? ¿Esperamos los días de fiesta? ¿Esperamos las compras, las prisas, las aglomeraciones? ¿Esperamos los regalos? ¿Esperamos las buenas comidas? O... ¿Esperamos la llegada del Hijo de Dios?

Cada año se llenan más pronto las calles y los escaparates de luces y de colores. Nos avisan de que la Navidad se acerca. Nos inundan los sentidos con la decoración navideña, pero muchas veces esos estímulos, lejos de acercarnos al verdadero sentido de la Navidad, nos alejan de lo profundo y nos ponen una barrera para que no podamos hacer un viaje hacia nuestro interior.

Son demasiadas las ocasiones en las que felicitamos la Navidad de manera fría, automática, sin sentir verdaderamente la profundidad del misterio de la Encarnación. Eso, si no es peor y escogemos felicitar las Fiestas y evitar así toda referencia religiosa, o ir más lejos y felicitar el “solsticio de invierno”.
Pero, ¿por qué nos alejamos del Misterio?

Martín Descalzo, en su libro “Vida y Misterio de Jesús de Nazaret”, nos lo explicaba:
“Dios es como el sol: agradable mientras estamos lo suficientemente lejos de él para aprovechar su calorcillo y huir su quemadura. Pero ¿quién soportaría la proximidad del sol?

Por eso, hemos convertido la Navidad en una fiesta de confitería. Nos derretimos ante “el dulce Niño de cabellos rizados” porque esa falsa ternura nos evita pensar en esa idea vertiginosa de que sea Dios en verdad. Una Navidad frivolizada nos permite al mismo tiempo creernos creyentes y evitarnos el riesgo de tomar en serio lo que una visión realista de la Navidad nos exigiría. Hay que acercarse a esta página evangélica por la puerta de la sencillez, aniñándose”.

Observo en los ojos de mis hijos y en los ojos de otros muchos niños, cómo se les dilatan las pupilas al encontrarse en la plaza Mayor de Palencia con el portal del Belén, con sus figuras y las luces que lo adornan. Ellos me contagian su sorpresa y su entusiasmo, pero los mayores tenemos el deber de encauzar su admiración hacia la grandeza del misterio del Nacimiento del Hijo de Dios. Sin embargo, yo me pregunto, ¿qué estamos haciendo con nuestros hijos, nietos o sobrinos?

He estado preguntando en clase estos días a mis alumnos qué creen ellos que es lo verdaderamente importante de la Navidad. Casi todos se han apresurado a contestarme: ¡Los regalos!

Lo accesorio en la celebración de la Navidad ha pasado a convertirse en lo principal, de lo principal… ya nos hemos olvidado.

Cuando les contesto que el verdadero regalo es el que nos ha hecho Dios porque hubo un momento en la historia de la humanidad, hace ya más de dos mil años, en el que los hombres pudimos abrazar al mismo Dios ya que había decidido hacerse uno de nosotros, que prefirió venir como uno más, pasando nueve meses de gestación en el vientre de una mujer y naciendo como cualquiera de nosotros, sin ostentaciones ni alardes; muchos de mis chicos se quedan con la boca abierta.

Más aún cuando les hago caer en la cuenta de que el hecho de que Dios se hiciera como cada uno de nosotros, nos convierte en seres especiales, ¡Dios nos elige para ser como nosotros!

Pero su asombro no acaba ahí, va más allá al concluir que este acontecimiento que, por desgracia, hoy nos está pasando tan desapercibido, debería hacer que lleváramos pintada en la cara una sonrisa permanente. Como decía Ortega y Gasset: “Si Dios se ha hecho hombre, ser hombre es la cosa más grande que se puede ser”




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