La misericordia del Señor, cada día cantaré


Es la antífona del Salmo 50. Con este salmo pedimos al Señor que cree en nosotros un corazón puro, pero… ¡Ya creó nuestro corazón cuando fuimos concebidos! En realidad, lo que estamos suplicando al Señor en este salmo es que re-cree nuestro corazón que está manchado de culpa. Que lave nuestro delito, que limpie nuestro pecado para devolvernos la alegría de su Salvación.

La palabra misericordia viene del latín, y está formada por dos raíces: “misere” que significa miseria, necesidad, y “cor, cordis” que significa corazón. Es decir, misericordia es tener un corazón que se compadece con quienes tienen necesidad.

Para nosotros, los cristianos, la misericordia es uno de los atributos principales (o característica propia) de Dios. Toda la Biblia recoge, desde la primera página hasta la última, esta cualidad de Dios.

Sabemos por las Escrituras que Dios se compadece de nosotros, que tenemos necesidad de tantas cosas. Y eso sólo puede hacerse desde su perfecto AMOR.

Dios tiene misericordia de nosotros y se compadece de quienes nos acercamos a Él con corazón triste y roto por el dolor del pecado.

En un primer momento parece muy sencillo asumir que SIEMPRE somos perdonados por Aquel que nos ama.

Sin embargo, cuando escuché la experiencia de una mujer que había sufrido la desgracia de un aborto provocado, me di cuenta de que el proceso de sanación del pecado no es algo sencillo.

Esa mujer dijo que la sanación espiritual, saberse perdonada por Dios, es fundamental, pero tras recibir el perdón de Dios sentía que le quedaba otra tarea por delante y era la de perdonarse a sí misma. El perdón a uno mismo es más que una sanación psicológica, es la convicción de saberme amado y recibido en unos brazos dispuestos a acoger nuestra miseria.

Me sorprendió mucho esa declaración, escucharle decir que a pesar de saberse perdonada por Dios, le costó mucho perdonarse a ella misma.

Entonces me di cuenta de que para saber perdonar una ofensa hace falta mucho amor…pero que para aceptar que te perdonen, hace falta una humildad inmensa.

Cuando cometemos un error, un pecado, es un golpe tan fuerte a nuestro orgullo de creernos invencibles que podemos tomar dos posturas: no reconocer nuestra caída o reconocerla y hundirnos.

¿Estamos dispuestos a AMARNOS a nosotros mismos a pesar de haber experimentado dolorosamente nuestra imperfección, es decir, estamos dispuestos a asumir nuestra limitación desde la humildad?

Y lo que es más importante, tras la caída siempre está Dios para cogernos de la mano y levantarnos, porque nos AMA, pero ¿estamos dispuestos a aceptar la humillación de reconocernos caídos y necesitados de esa mano que nos levanta? Es decir ¿estamos dispuestos a DEJARNOS AMAR, a ser perdonados?

Ser amado es una necesidad de todo ser humano. Pero descubro en mi vida que muchas veces no me dejo amar, no me dejo cuidar como quieren hacerlo quienes me rodean. Reconozco que peco de orgullo al no hacerlo, al creer que “yo puedo abarcar todo” sin necesidad de ayuda, siempre con la excusa de no molestar. ¡Cuántas veces me ha rogado mi madre que “me deje querer”!

Lo mismo hacemos con Dios, ¡Son tantas las ocasiones en las que no nos dejamos Amar por Él...! No dejamos que Él sane nuestra vida, nuestra alma, porque no tenemos la capacidad suficiente para asumir nuestras limitaciones con la humildad y la sencillez necesarias para dejar que Él cubra el resto, para dejar que Él complete lo que nos falta.

Pero si nos esforzamos por ser dóciles al amor de los demás y al amor de Dios, empezaremos a sentirnos personas completas y podremos anunciar con el corazón lleno, como en el salmo:

“Señor, me abrirás los labios, y mi boca proclamará tu alabanza”.

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